Nómadas de asfalto
https://supercontra.blogspot.com/2005/09/nmadas-de-asfalto.html
Rubén nació en las comunas de Medellín. Tuvo la mala suerte de ser hermano de un pandillero que mató al líder de una banda de sicarios que masacró a toda su familia inmediata como venganza. Él logró escapar, y tras peregrinar varios años por todo el país llegó a Bogotá. Ahora deambula alrededor de la Casa de los Comuneros como indigente, y mendiga para ganarse la vida.
Rubén, por algún motivo, es el mendigo consentido del Instituto Distrital de Cultura y Turismo. A mí, personalmente, me simpatiza, probablemente porque tiene el mismo nombre que Rubem Fonseca. Siempre que me pide plata entro a una tienda y le doy algo de comer o de beber. No le gusta el trago, y siempre que le pregunto lo que quiere pide un kumis o un yogur y cualquier cosa de comer.
Un día que no tenía mucho que hacer me quedé hablando con él un buen rato. Le pregunté cuánto más o menos le costaba un almuerzo y un lugar para dormir. Para mi sorpresa, él me dijo que uno podía vivir bastante mejor de lo que yo me imaginaba (él aseguró que eran buenos platos de comida y un lugar relativamente bueno para pasar la noche). Según Rubén, uno puede vivir con aproximadamente 4,000 pesos al día, porcentaje bastante inferior a lo que él recolectaba. Para mi sorpresa, en sus días malos él recolectaba alrededor de 30,000 pesos, mientras que en los buenos podía llegar al doble.
Y, entonces-pregunté yo, como seguramente se están preguntando ustedes- ¿en qué se gasta usted el resto de su plata? En el casino-dijo él, con naturalidad sorprendente- ¿en qué más?
Entonces pude ver bien que mendigar, contrario a lo que yo creía, es una opción de vida más que una obligación. Que el discurso de comprarle comida solamente para que no use drogas es una cuestión bastante arrogante y que sólo me sirve a mí pensar que hago algo por la situación de Colombia. Rubén, cuando se ríe, no lo hace del mundo como yo creía: se ríe de mí. De mis convicciones y de mi altruismo. De la arrogancia con la que lo miro como quien piensa que sabe lo que él necesita y hace algo para que él pueda sobrevivir a pesar de él mismo. Desde entonces, cuando supe que un indigente puede hacer entre uno y dos millones en el mes (bastante más de dos salarios mínimos), dejé de comprarles comida. Dejé de pensar que yo, a diferencia de ellos sé lo que es la vida, y ahora me conformo con decirles en broma que un colega llegó antes y se llevó lo que tenía, pues contrario a lo que todo el mundo piense, son los indigentes los que deberían darme a mí sus sobrados pues ganan más que yo y tienen mucho más tiempo libre.
Rubén, por algún motivo, es el mendigo consentido del Instituto Distrital de Cultura y Turismo. A mí, personalmente, me simpatiza, probablemente porque tiene el mismo nombre que Rubem Fonseca. Siempre que me pide plata entro a una tienda y le doy algo de comer o de beber. No le gusta el trago, y siempre que le pregunto lo que quiere pide un kumis o un yogur y cualquier cosa de comer.
Un día que no tenía mucho que hacer me quedé hablando con él un buen rato. Le pregunté cuánto más o menos le costaba un almuerzo y un lugar para dormir. Para mi sorpresa, él me dijo que uno podía vivir bastante mejor de lo que yo me imaginaba (él aseguró que eran buenos platos de comida y un lugar relativamente bueno para pasar la noche). Según Rubén, uno puede vivir con aproximadamente 4,000 pesos al día, porcentaje bastante inferior a lo que él recolectaba. Para mi sorpresa, en sus días malos él recolectaba alrededor de 30,000 pesos, mientras que en los buenos podía llegar al doble.
Y, entonces-pregunté yo, como seguramente se están preguntando ustedes- ¿en qué se gasta usted el resto de su plata? En el casino-dijo él, con naturalidad sorprendente- ¿en qué más?
Entonces pude ver bien que mendigar, contrario a lo que yo creía, es una opción de vida más que una obligación. Que el discurso de comprarle comida solamente para que no use drogas es una cuestión bastante arrogante y que sólo me sirve a mí pensar que hago algo por la situación de Colombia. Rubén, cuando se ríe, no lo hace del mundo como yo creía: se ríe de mí. De mis convicciones y de mi altruismo. De la arrogancia con la que lo miro como quien piensa que sabe lo que él necesita y hace algo para que él pueda sobrevivir a pesar de él mismo. Desde entonces, cuando supe que un indigente puede hacer entre uno y dos millones en el mes (bastante más de dos salarios mínimos), dejé de comprarles comida. Dejé de pensar que yo, a diferencia de ellos sé lo que es la vida, y ahora me conformo con decirles en broma que un colega llegó antes y se llevó lo que tenía, pues contrario a lo que todo el mundo piense, son los indigentes los que deberían darme a mí sus sobrados pues ganan más que yo y tienen mucho más tiempo libre.
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