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Crónicas Marcianas: la mirada del elefante

Indonesia- Bukit Lawang. Wanda, el jefe de los guías del centro de investigación se acerca y me pregunta si era verdad que yo quería ver elefantes salvajes. Que sí, por supuesto, le contesto. Él hace referencia a su pueblo natal, uno como cualquier otro de esos con los que uno se topa cuando viaja por las carreteras destapadas colombianas: un caserío con tantos núcleos familiares como calles.

Después de un rato pude darme cuenta de que en Indonesia hablan de los elefantes como nosotros, los occidentales, hablamos de un huracán: llegó a tal pueblo, destruyó tantas casas y mató a tanta gente. Cuando los elefantes llegan a un pueblo en medio de un hábitat deforestado se sienten como las hormiguitas de la película de Woody Allen y Stallone cuando llegan a un basurero. Nadie sabe qué pueden llegar a pensar, pero seguro es algo como, "¡Vaya!, qué montón de comida, y organizada convenientemente en pequeñas y frágiles cajas [casas de nativos] cerca al río."

Yo, con el ímpetu que caracteriza a cualquier antropólogo recién graduado, organicé todo en cuestión de minutos. En menos de lo que pensaba cualquier miembro del equipo, nos encontrábamos en las típicas motos de una película de Indiana Jones rumbo al pueblo de Wanda para ver elefantes salvajes. Mi emoción fue tal, tras la historia de Wanda, que el par de inglesas gordas que estaban como voluntarias, y bajo mi responsabilidad, decidieron unirse al plan.

Buscar elefantes en un bosque de bambú tiene dos características importantes: la primera, es que no es muy difícil saber por dónde se fueron, pues dejan prácticamente un túnel por el que, además, resulta muy cómodo caminar pues todo está bastante plano. La segunda, es que pueden estar justo al lado sin que uno se percate, porque el bambú es tan espeso que no se puede ver más allá de un par de metros.

Hicimos nuestra aproximación, tan cuidadosa y torpemente como nos exigía nuestra condición de occidentales. Wanda decía que por acá, que por allá. Se empezaron a oír los elefantes alimentándose a pocos metros. Después de un rato, Wanda dice, quédense acá mientras yo me aproximo un poco más. Wanda, con la agilidad del niño de la selva, se acerca en chanclas. Se oyen pasos de elefante en medio del bosque. Se empiezan a hacer más y más frecuentes. De repente es evidente: el elefante corre hacia nosotros. Wanda gira con los ojos tan abiertos como una caricatura japonesa después de haber recibido un golpe en las partes nobles, y dice con su inglés de rastafari: quickly, run! Run!

No hubo voluntarias bajo mi mando. No hubo guía en chancletas. Corrí como uno de esos animales del Discovery Channel cuando corren por sus vidas. No hubo bosque de bambú por el que no se puede correr. Las inglesas, gordas y perezosas, tal vez pensaron que era en chiste, y meneaban con muy poca gracia y rapidez sus rellenas figuritas. Las pasé con tanta prisa que casi las tumbo en el proceso, y realmente no habría tenido el más mínimo reparo en empujarlas si hubiera sido necesario. Darwin algo de razón tenía: hay competencia entre la especie y en el grupo. Ahora lo sé porque lo viví en carne propia. Después de un rato me detuve, para darme cuenta que había corrido aproximadamente medio kilómetro más de lo necesario. Me devolví hasta donde renegaban las inglesas frente a Wanda, y decidimos hacer un esfuerzo más para ver los elefantes.

Subimos una colina y desde la punta pudimos verlos. Bestias gigantes y hermosas que hacen poca diferencia entre casa y árbol. Entre perro y humano. Que para atacar les basta caminar hacia donde están sus agresores. Bestias que me enseñaron, o con las que yo quise aprender, lo que es estar en medio de la cadena de alimentos. En momentos como ése es cuando un antropólogo se dice, "que maravilla que el alimento venga en latas, y que no todos estemos expuestos a ser carne de animal salvaje. ¡Al diablo la vida como los indígenas, y tres urras por la Coca-Cola!"

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