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Mascotas y videojuegos

Rufo era un Lhasa Apso, según las historias que nos contaron, la raza de la realeza en Japón. Fue un regalo de primera comunión, y tengo que aceptar públicamente que tuvo una vida miserable. Casi tanto como las demás tortugas, pollitos y hamsters que tuve a lo largo de mi vida, pero claro, ese impulso de intentar atribuirle rasgos humanos a los animales hace que maltratar un perro sea considerablemente diferente a maltratar un ave, un roedor o un anfibio. Los que peor la pasaban, definitivamente, eran los peces, pues en el imaginario de un niño en los ochentas, hijo de Dejémonos de Vainas, calificaban más como juguete perenne que como ser viviente.

La situación era, entonces, igual que la de buena parte de las personas de mi generación: maltrataba toda clase de mascotas, que llegaban a manera de regalos de todo el mundo, producían dos días de alegría y después pasaban a la ignominia. De la tienda de mascotas parecían llegar todo tipo de productos. Mi padre protestaba cada vez que llegaba uno nuevo, pero era inevitable, como judíos a los campos de concentración, siempre había un animal nuevo que encontraba su paso hasta mis manos. Tenía todos los juguetes que podía desear, muchos más de los que podía disfrutar, salvo uno: un Nintendo.

Desde los primeros días quise una consola de videojuegos, pero en eso mis padres sí fueron contundentes: no entraría un aparato de esos a la casa a menos de que fuera yo mismo el que lo comprara. Mi poder adquisitivo era, claramente, mucho menor al necesario para un aparato de esos, y como tantos otros niños que creían que su situación era única y se sentían miserables porque los papás no los dejaban tener Atari o Nintendo, tenía que disfrutar de Mario Bros. en las casas de mis amigos.

Todo, hasta que entendí finalmente la diferencia que existe entre una tortuga y un perro. No son los pelos, ni que amamanten a sus crías. La diferencia es económica. Un perro, por más de que hay millones en las calles, es mucho más caro que una tortuga. Y entonces, en la cúspide de mi crueldad con los animales, vendí a Rufo para comprar un Nintendo.

Cuando me gradué como antropólogo decidí trabajar por especies animales que aún tuvieran esperanza, y no en humanos. Creo que en realidad es una especie de purgatorio, por la cual debería pasar cualquier hijo de los ochentas y noventas, para compensar medianamente las vidas que hicimos miserables. La culpa es mía, claro, pero sólo en parte, porque era la mentalidad de la época.

El Nintendo, por supuesto, entró a mi casa finalmente. Nunca tuve dinero para comprar juegos, y quedó completamente subutilizado. Hace poco, en todo caso, salió la nueva consola de Microsoft. Elías, peligra.

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