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Una ducha a largo plazo

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Cuando uno se topa por primera vez con una ducha con mentalidad a largo plazo -una regadera en la que los cambios en la temperatura del agua se demoran un poco más que en el resto de sus colegas en ser efectivos-, resulta relativamente incómodo. Sin embargo, con el tiempo uno empieza a acostumbrarse, y llega incluso a reconocer virtudes. La ducha resulta ser algo así como el sexo: una profunda analogía con la manera individual de ver la vida. Le saca, a cada ser, lo más profundo de su personalidad. Algunos optamos por un rango de temperatura, y procuramos ajustarnos a los cambios de temperatura (si se calienta mucho, me enjabono, si se enfría, me lavo la cara). Otros, por el contrario, intentan someter el aparato y pasan el tiempo de baño en pequeños saltos adentro y fuera del agua, disfrutando los instantes medios en los que pasa por la temperatura ideal, pero maldiciendo las temperaturas extremas en las que se queman y congelan. Seguro que eso es bueno para la circulación, o el carácter. En todo caso, la revelación que tuve es que así como en la temperatura de la ducha, en la vida creo que me gusta optar por rangos. Algo así como una comparación con la puntería necesaria para lanzar jabalina, y después, como tantas otras relfexiones profundas que uno hace en la ducha, decidí aplicar mi estilo de graduar el agua a mis convicciones políticas. En un país donde las cosas son tan arbitrarias como las declaraciones de Moreno De(s) Caro (personaje digno de ser llevado a la pantalla por Los Simpsons y sin adaptación ninguna), y para decidir por quién votar o con qué partido identificarse es tan legítima la estrategia de ajustar el agua como la que usan los aspirantes al congreso (sea cual sea). Por eso mismo, y porque me gusta llevarle la contraria a todo el mundo, me declaro desde éste momento ferviente anti-anti-uribista. Porque el antiuribismo ha caído, en mi opinión, en un sinfín de quejas, muchas veces sin fundamento, que más se asemeja al sindicalismo más improductivo que a una forma positiva de ver la vida. Tampoco significa eso, naturalmente, que entre yo dentro de las muchas personas que quieren meterse en la ducha con Uribe. Es sólo que si bien el mecianismo que promulgan sus seguidores se fundamenta en una falacia (que sin Uribe no hay futuro), el antiuribismo ha caído, por definirse como oposición a una falacia, en lo mismo. Uribe es un pequeño dictador con delirio de grandeza, y seguramente deberíamos hacerle pruebas de sífilis para ver si lo que dice no es a causa de trastornos mentales, pero así como no se puede pensar que él es el salvador de nuestra patria, tampoco podemos caer por contradicción en el opuesto, y atribuirle a él todas nuestras desgracias. Los pueblos no sólo tienen los dirigentes que se merecen, sino también la realidad que se merecen. Así, imbéciles como Antonio Caballero, de mucha oposición, viajan por el mundo y participan de grandes fiestas en las que todos lo hemos visto, con la crema y nata colombiana. Eduardo Arias, mucho más sensible que Caballero, trabaja en el estandarte de la seguridad privada en Bogotá (el Parque de la 93), y seguramente almuerza junto a paramilitares. Uribe existe en Colombia, gracias tanto a Uribistas como opositores. Uribe, y sus paras. Nosotros mismos, una sociedad que ve cómo cada día más se sume en la decadencia, y la critica, pero no está dispuesta a dejar las prácticas que constituyen esa maquinaria.

Busco nombre para mi partido, slogan, y alguien que quiera ser la cara.

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1 comment

Edwinet said...

hola...
me gusta un resto tu blog.

Un saludo.

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