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El caso del ratero en la ventana

Lo que asusta no es ver un hombre colgado de la ventana al abrir los ojos en medio de la noche. Es probablemente una de las sensaciones más explícitas que logra transmitir una película -en la secuencia dirigida por David Lynch- cuando una pareja con una vida relativamente feliz recibe en un sobre un video en el que aparecen ellos dos durmiendo tranquilamente.

Afortunadamente ya no soy una de esas personas que no sabe cómo reaccionaría en una situación de riesgo: grito. Muy duro, y no como una vieja histérica pese a lo que podrían haber pensado quienes me conocen. Gritos de un calibre que sólo había emitido en dos ocasiones: primera, cuando el profesor ruso de álgebra lineal -aunque ya eso es suficientemente terrorífico- tropezó con mi pierna recién operada. Es un dolor profundo, casi como si el alma hiciera feedback. Los gritos, como si estuvieran descuartizando a alguien. La segunda, cuando acabé, súbita y prematuramente con uno de esos festines familiares campestres de todo un fin de semana. Las dos, evidentemente califican dentro de las 10 vergüenzas más grandes de mi vida. Las otras serían, sin un orden particular:

- El día que sacudí al papá de Luis Felipe en la hamaca con todas mis fuerzas, porque lo confundí con el hijo.
- Participar en una actividad en la reunión mensual de toda primaria. Yo me preparé para algo parecido a una obra de teatro, y eran debates en los que se debía articular un argumento contundente.
- Hacerme pipí en el bus del colegio.
- Tener que pedirle a Dumpa que me alcanzara papel higiénico en los baños de Unicentro.

Por una semana viví con la duda de haber soñado al ratero trepando por la fachada de mi casa, pero en una conversación con Rafael, el celador de la cuadra, habría de disiparse. Timbró tan discretamente como lo permitía su borrachera, y me pidió que tuviera cuidado pues había unos "pintas" que le habían echado el ojo a mi casa. Que quieren esos computadores, y ya saben que ustedes hacen fiestas. Que se meten en la madrugada, que ya han hecho tres intentos, y no sé qué otras cosas. Y como es Colombia, uno no sabe si es una treta del portero para que paguemos con gusto la mensualidad. Tal vez que sea buen signo que fuera tan poco sutil de anunciar que quiere conseguir un salvoconducto para un arma, y así dejarlos fríos, que los encuentren por la mañana, pero que si me rompe un vidrio -ojo, el portero borracho disparando a mi ventana- que no me puedo poner bravo. Que él ya sabe quienes son, que viven en el edificio blanco justo al frente, y que no me preocupe, que él ya tiene un plan para atraparlos. Algo entre Kafka y Woody Allen el ser parte de un plan que uno desconoce, aunque todavía no me decido por alguna de las dos opciones.

Pues claro que no,-le contesté con propiedad- yo también voy a traer el revolver de mi familia. Y sobra decir que soy cobarde por excelencia, y que simplemente pasar frente a un tipo con un arma me incomoda. Probablemente no sería capaz de matar a una persona premeditadamente, pero también tengo claro que es poco lo que uno premedita en ese caso. En medio de la locura, no me cabe la menor duda de que uno hace funcionar cualquier objeto, por puro y físico impulso. Una motosierra, un celular, una pistola, el control de la televisión o un tubo de pasta de dientes. Cualquier cosa.

El único inconveniente, claro, que no sé usar armas. No hay una cosa tal como el "revolver de mi familia", y de haberlo, seguro que estaría lejos de ser útil para el caso.

Hace dos años quería entrar a cursos para investigador que vi promocionados casualmente en una universidad con nombre de región de España. Me dediqué a leer libros de novela negra, a ver las respectivas películas, y sobre todo, a soñar con maneras de escribir en el género. Hasta escribí un par de páginas de la historia de un homosexual y un enano que deben hacer equipo para resolver el secuestro político del Indio amazónico, idea que me sigue pareciendo buena, pero cuyo resultado fue una mierda. Y ahora, con un caso en carne propia, puedo ver que los enigmas de habitaciones cerradas desde el interior, y en los que no se encuentra el asesino son pura fantasía. Sé dónde viven estos bandoleros, y si le hago preguntas a los habitantes nocturnos de mi barrio, seguro que me dicen hasta los nombres. Duermo incómodo, y como medida de seguridad inicial, traje a mi perro con la esperanza de que él tenga un código genético más útil para emergencias. Si sólo es para que ladre, ya tengo claro que no lo necesito, pues logro los decibeles necesarios para dejar estupefacto a un ratero experimentado.

La conclusión que a mí se me antoja de la historia, es que puede ser por eso que los intentos de novela negra no han pasado de ser conmovedores en la literatura colombiana: se preocupan tanto por adaptar la realidad nacional a una estructura narrativa, que acaban por obviar lo más importante. El problema nunca ha sido atrapar los grandes criminales. Todos sabemos dónde viven y quiénes son. Y si no se sabe, no es sino seguir las pistas del mal gusto y el despilfarro (so pena de encerrar algún directivo de coldeportes inocente o al dueño de la Fundación Universitaria San Martín). El problema es que el miedo y la impotencia que siento yo de que roben mi computador, no son ni un pálido reflejo de lo que sienten buena parte de los compatriotas: el miedo a no poder dormir, tranquilos, en sus casas, sin sentir que alguien los observa.

Moraleja de la historia:

No es necesario preocuparse por las armas: el portero borracho tiene una, y está dispuesto a disparar hacia mi ventana. El modelo también funciona a gran escala.

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