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Independencia, una vez más

Un día como hoy, hace casi 200 años, en plena plaza de mercado se dio el grito de la independencia. Hasta se firmó una declaración en papel elegante, sobre la cual podríamos hacer películas como los gringos, de no haberse perdido. A pesar de que la celebración no conmemora más que el linchamiento de un pobre y decrépito anciano español en un plan maquiavélico orquestado por el único sabio de la época, en Colombia hemos sabido recibir la euforia patria con voladores y fuegos quema-niños desde entonces como excusa para emborracharnos.

Sin embargo, un asunto poco reconocido es que la independencia se llevó a cabo de manera simultánea en buena parte del virreinato, y todo acabó por pasar a la historia como como tantos otros ejemplos de nuestra época: nombrando una autopista. Los próceres podrían haberse revolcado en su tumba cuando vieron que la sangre derramada era destinada al nombre de una avenida en la capital del mundo (al igual que los nombres de intelectuales que idolatraron Francia en el último siglo sirvieron para derrochar pavimento), pero seguro que es más reconfortante eso que ver a su amada América pelear por un mundial muchos años después de superada la división de matemática primaria que hicieron portugueses y españoles.

Puede ser, propongo, que las realidades nacionales vivan ciclos que van más allá de las individualidades: así como hay rachas de terminadas de noviazgos, también en una época hubo rachas de independencia. Algunas, como las hispanohablantes, beligerantes e hipócritas. En Colombia, por ejemplo, algunos buscaban participación pero no independencia. Los brasileños, por contrario, mandaron una carta a casa según la cual un tal Pedro le decía a su padre que no quería volver jamás, y que más bien se quedaba con la pequeña tierra que tenían del otro lado del océano.

En los pasados días yo he tenido que rememorar las disputas decimonónicas en mi vida personal, tanto en relaciones conyugales como con mi compañero de apartamento. Y aunque cada batalla puede afrontarla uno con solemnidad, como los padres de la patria, llega un punto en el que uno se pregunta, como seguramente lo harían nuestros próceres, qué tanto vale la pena derramar la sangre.

Para dejar una relación en buenos términos, como el virreinato portugués, siempre es necesaria cierta complicidad al acabarla. Para finalizar con lanceros, siempre es necesaria una disculpa tonta como el florero de Llorente. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que los próceres bolivarianos lamentarían haber optado por el melodrama y sacrificar sus vidas por un florero, mientras en del otro lado de la barrera lingüística se tejía una independencia sin disparos. Peor aún, si vieran que tan jodidos están ellos que no pelearon como nosotros que pusimos el pecho.

Sin embargo, para que haya paz en la tumba de los muertos, gritemos en coro todos los colombianos: ¡tranquilos, compatriotas, que no se ha derramado sangre en vano! Hemos aprendido la lección, y no se sacrificarán más vidas criollas por intereses personales.

En un grito patriota el pueblo entona los versos de la independencia, pero a nadie más le importa, y es probable que los años de guerra que vivimos en la actualidad no sean diferenciados de la "Patria Boba" por los nietos de los bloggers, que leen esto en una profunda desesperanza.

¿Viva Colombia, carajo?

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