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Amar, dormir, oler, mear

La hormona del amor


Cuenta Matt Ridley en uno de sus últimos libros que hace millones de años, una forma viviente de la que descendemos los humanos estaba equipada con una hormona llamada vasoticina, que regulaba la cantidad de sal y agua en el cuerpo mediante switches en diferentes órganos, básicamente resumido en el proceso de orinar. En los humanos, y demás mamíferos, se encuentran dos hormonas similares, llamadas vasopressina y oxytocina, la segunda de las cuales está asociada también a procesos de lactancia y parto en el cuerpo femenino.

Las hormonas también parecen tener un efecto en el cerebro, aunque éste no sea muy claro. Al inyectarlas en ratas, los individuos masculinos empiezan a bostezar y se les genera una erección. Las hembras asumen la postura sexual. En humanos, masturbarse dispara los niveles de las dos hormonas.

La historia no acaba ahí. Los receptores de las hormonas en el cerebro parecen variar drásticamente entre especies de ratas, con una especial asociación con comportamientos monógamos, y cada una parece influir considerablemente en el proceso de conseguir pareja.

La cantidad de receptores, además, esta asociada con segmentos de código genético que no se expresan propiamente, pero que sí median en la manera como se expresan otros genes. Hay muchos fragmentos que no se codifican en proteína. Resulta elocuente que un porcentaje mínimo del código genético sea el que se expresa, que los segmentos repetidos sean considerados basura, y además sean empleados para estudios de paternidad. Así de cerca estamos de entender el cuerpo humano.

Los promotores determinan, según ciertos estudios, no sólo la monogamia, sino también la memoria social. La capacidad de emparejarse está dada por la capacidad de reconocer las emociones que le produce a uno alguien. Los receptores del cerebro asociados con estas dos hormonas parecen ser estimulados, como si la historia no fuera ya suficientemente sorprendente, por la cocaína.

Por supuesto, al oír semejante explicación que abarca la orina, poligamia, sexo y cocaína, los científicos no pueden hacer algo diferente a decir que están sobre la pista del funcionamiento de una emoción vital para los humanos: el amor.

Las conclusiones útiles para la vida diaria, además de tener como alternativa inyectarle oxytocina al cerebro de la mujer que uno quiera cortejar, deben ser tomadas con cautela. En humanos, los fragmentos de código que determinan el número de receptores parecen variar bastante y son más similares entre mayor sea el parentesco. Una manera muy diplomática de decir, si quieres una mujer fiel, mira la conducta de sus padres. La asociación con la cocaína también es interesante: es probable que quienes consumen cocaína regularmente sólo busquen la sensación de estar enamorados, y la asociación que hay con el efecto que hay en los ratones machos parece indicar que un paja siempre será solución para el insomnio (o para la infidelidad, si se quiere llevar al absurdo). Y para culminar, que siempre es bueno sospechar de la fidelidad de alguien que orine demasiado.

Tristemente, no es tan cierto todo lo anterior. Los cambios de tamaño en los promotores no están necesariamente asociados a cambios de conducta, y no se sabe si hay una relación directa en la diversidad de una especie. Estamos lejos de poder pedir un diagnóstico genético de la fidelidad ajena, así que por ahora tendremos que confiar en aquel criterio tradicional que ahora tiene un poco más de fundamento biológico: ver la familia de la persona. El inconveniente es que en pleno siglo de Buck Rogers, todas son un desastre.

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