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revelaciones antropologicas

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Hace muchos, muchos años, en una galaxia lejana, un austriaco que no encajaba muy bien con su entorno emprendió un largo viaje para escapar de la guerra, con tan mala o buena suerte (para él y para el país) de desembarcar en Colombia. Años más tarde y más allá de lo que digan sus críticos y otras formas de discípulos, su trabajo es un pilar fundamental en la historia de la antropología nacional. La historia de su apellido representa con ironía el camino de la joven disciplina, no sólo por su legado académico sino también por lo que hicieron sus descendientes. Fabricio, máximo ratón de biblioteca que ha dado a la fecha la escena intelectual de nuestra patria, fue según entiendo el culpable de su partida del circo humano que tuvimos algunos por alma mater. Una de sus hijas protagonizaría más tarde una reunión épica, donde los más ecuánimes académicos perdieron la paciencia cuando ella decidió denunciar penalmente a todos sus colegas por hurto al patrimonio nacional.

Tal como dicta la sabiduría popular, en casa de herrero azadón de palo. Los antropólogos, dedicados a estudiar la interacción social, son incapaces de llevar relaciones profesionales sin entablar melodramas. Stanford, por supuesto, no fue ni será la excepción a la regla, y mi llegada ha sido amenizada por luminarias en sus campos respectivos que se comportan como pequeñas criaturas que luchan por un caramelo.

En medio de esto, y a pesar de las muchas veces que haya enunciado saber por qué estudié antropología, he llegado a una conclusión fundamental sobre la vocación que nos caracteriza como grupo humano: el quehacer se relaciona más con un estado mental que con una actividad física o geográfica, como por ejemplo, el momento inmediatamente posterior a golpear el borde de la cama con el dedo chiquito. Esa rabia contra el mundo, esa capacidad infinita de quejarse de la materia y la existencia, esa es realmente la vocación antropológica. Y eso de quejarme sí que se me da con naturalidad y soltura.

Lo sorprendente de llegar acá ha sido que, por coyuntura institucional, el departamento que firma mi número de seguridad social parece haberse desvanecido de la tierra como en una película de Luis Buñuel, y he quedado casi a mi libre albedrío.

Claro, llegar contento el primer día de clase y encontrar un montón de personas echando humo por las orejas desconcierta. Pero no tener un departamento, un sistema del cual uno pueda renegar es una ausencia casi absoluta de objeto de trabajo. Está por verse si es posible ejercer el oficio sin un objeto plastilínico y moldeable a toda suerte de improperios.

Entre tanto, la vida en esta aldea pitufa transcurre sin sobresaltos. Las mujeres son tan contadas acá que hoy, en una de las mejores fiestas del año, la fila en los baños era en la puerta que iba al de los hombres. Las mujeres entraban y salían rápidamente y miraban extrañadas mientras desfilaban frente a tropas de lobos hambrientos. El asunto es tan complicado que la asociación de estudiantes colombianos está considerando proponer que la universidad, así como administra una biblioteca de primera calidad para garantizar un ambiente saludable para la investigación, dedique uno de los muchos edificios a instalar un burdel (subsidiado) para los estudiantes. Si lo hizo Herzog en el rodaje de su gran obra, mal no caería por estos lados con igual desproporción de testosterona. Obvio, difícil que en pleno desenfreno hedónico se iluminaran los seres extraños que habitan estas tierras e inventaran, por ejemplo, google y cosas del estilo. Pero bueno, si me lo preguntan en este momento twitter sería un precio más que razonable por una desigualdad de género menos marcada. Incluso si ponen a Facebook y los pulsares. Hasta el velcro es secundario. Tal vez acá aplica la teoría de la película de Woody Allen donde un inventor enfoca toda su energía sexual en el trabajo y logra diseñar un aparato volador.

Como si fuera poco, sale en los diarios del mundo una noticia poco prometedora: el ejército ha empezado a enlistar en sus primeras filas antropólogos que ayuden con estrategias de alguna cosa. ¿Acaso nadie entiende que uno estudia esto justamente porque no sirve para nada?

Para rematar, algunas impajaritables perlas de Tomás:

- Güevón, no busque disculpas, usted no cierra la casa para no perder las llaves...
- ¡Obvio! Eso no es muy astuto de su parte.
- Man, pero, ¿no le da miedo que le roben algo?
- No se pueden robar nada que sea grave. Siempre saco mi portátil. No hay nada más que valga un peso.
- El pasaporte, por ejemplo.
- Güevón, si el ladrón lo encuentra, se lo merece...ni siquiera yo sé dónde está, la buscada que tendría que pegarle sería inhumana.

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2 comments

Anonymous said...

Pulga,

haga transferencia a una universidad en Washington. Aca el problema es que hay puras mujeres, tengo mil amigas que le puedo presentar... claramente estamos en sitios equivocados.
Usted aca seria el rey!!! En serio. Aca bienvenido cuando quiera.

Un abrazo,

A.Sarasti

Anonymous said...

Loco, ya compro la bola de bolos?

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