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Crónicas marcianas: The Chimane Way

Algunos demógrafos audaces han osado sugerir la existencia de constantes universales en las ciencias sociales. Yo, tras 5 semanas de trabajo de campo, creo tener entre mis manos una verdad universal irrefutable: C= 15 días, el tiempo máximo que puede durar un ser humano sin lavar sus calzoncillos. La constante supone, como cualquier formulación numérica, una serie de condiciones iniciales, de manera que no todas las personas pueden ser descritas por mi modelo matemático.

Entre ellos, naturalmente, El Pato Donald (salvo cuando sale de la ducha), De La Cruz (quien tras un par de copas no tiene problema en confesar que desde los 12 años no usa ropa interior), y Evo, el pequeño Tsiman´ (léase: Chimán) que deambuló por las calles de Maraca un total de 4 veces no consecutivas con algo de harapos por debajo de la cintura.

La vida en la amazonía boliviana es una experiencia que recuerda los aspectos fundamentales que uno da por sentados en una rutina occidental: entre ellos, el sabor del agua inmaculada (eso del sabor ahumado del whisky no se puede extrapolar al otro líquido de vida) y la gracia de poder dormir en una cama.

La llegada, y los primeros días, conllevan una agresión estructural a los hábitos citadinos occidentales, especialmente porque el romanticismo de implica la visión conservacionista de la naturaleza es muy diferente a los sonidos que predominan incluso en las selvas más remotas: motosierras, generadores, y radios evangélicas.

Sin embargo, tras un par de semanas el organismo hace caso omiso de las micropartículas de arena (seguramente cargadas en plomo y otros metales pesados) y empieza uno a vivir como nativo en los inhóspitos terrenos. Entre las ventajas que saltan a la vista: una letrina, por inmunda y maloliente que parezca, no se atasca ni con las heces más vigorosas y abundantes. La tecnología tropical, en todo caso, no resultó estar a prueba de un equipo de médicos de origen sueco, a quienes los deleites de la culinaria con aguas corrientes llevaron a cometer pifias y errar en sus cálculos del movimiento parabólico.

El proyecto que me albergó es un verdadero ejemplo de perseverancia y dedicación que se ha consolidado como el único estudio de panel en antropología. Encabezado por un fanático de la econometría, discípulo de Marvin Harris (dato que naturalmente supe después de haber hablado pestes del colega), TAPS pone a disposición del lector de Supercontra (y de Semana, y de Soho, y del público general) una base de datos construida en torno a la ecología humana amazónica.

A pesar de todo, lo más interesante de mi visita fue probablemente tener la oportunidad de documentar el encuentro de culturas, la dulce cacofonía de monólogos que implica el contacto entre la antropología norteamericana (y, por transitividad, de cualquier otra), y la más pura expresión contemporánea del pensamiento salvaje. El hecho lo ilustra una anécdota con elocuencia: tras la captura de un ser estilo Pepe Grillo en la cocina, salieron estadounidenses y niños chimanes del recinto. Los unos, con el objetivo de liberar el pobre animal para que viviera feliz en plena biodiversidad amazónica; los otros, con el animal en mano, directico a chamuscarlo en la fogata en medio de risas. Los Tsimane, que hacen parte del famoso estudio comparativo de 15 sociedades liderado por Joe Henrich, son a la vez uno de los grupos humanos más felices que se han estudiado, y con preferencias de tiempo más radicales que grupos de personas adictas a la heroína en Estados Unidos.

Con la historia me premito formular el siguiente interrogante: ¿qué puede decir, ante tales hechos, nuestra antropología tercermundista y periférica? (Además, por supuesto, de la constante universal que me lanzará a un estrellato malinowskiano.)

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