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Sobre las mudanzas y primeras impresiones

Para ser una persona que odia los trasteos, en los últimos años mis hábitos más parecen los de peregrino sin rumbo fijo que los de un ser adulto en edad de organizarse. El Jueves, después de un coqueteo más bien largo, me entregué por fin a los placeres de vivir en San Francisco.

La ciudad que alberga buena parte de los clásicos de la novela negra, uno de los pocos géneros que he leído con algo de juicio pues no soy un lector consumado, me recibe de manera muy amable. Vivo en un sótano que de subterráneo tiene poco, aunque las ventanas sí dan a un callejón que rememora las películas de la edad temprana de la mafia en Nueva York, como Once upon a time in America (Érase una vez en América). Los edificios que datan de 1900 dejan ver sus achacos, especialmente por los temblores que significa estar en plena Falla de San Andrés.

- Caminar por el centro, -dice Adriana -es como ver lo que habría sido del centro de Bogotá si se hubiera conservado.

Y está en lo cierto: los cafetines de la Avenida Jimenez con pisos de baldosa ajedrezada por algún motivo acá no cuentan con remaches en ladrillo. Las barandas doradas siguen rechinantes, y los espejos que adornan las paredes no han sido percudidos por el paso de los años. No que sea mejor o peor, sólo que por la extraña semejanza que tienen San Francisco y Bogotá resulta curioso tener la oportunidad de ver, como por un lente de universos paralelos, otra contemporaneidad de algo que resuena en nuestro subconsciente como la época del Trolebus capitalino.

El Barrio Chino, que alberga la comunidad más grande de amarillos expatriados, empieza a un par de cuadras de la puerta de mi casa, que para asombro de algunos queda en la intersección de las calles Bush y Dashiell Hammett (autor de libros clásicos como El halcón maltés y Cosecha Roja), coincidencia que cae como anillo al dedo para la época de decadencia generalizada que vivimos. Fiel seguidor de la filosofía de la primera página (y de las primeras impresiones, últimamente), reproduzco las primeras palabras de Cosecha Roja:

"I first heard Personville called Poisonville by a red-haired mucker named Hickey Dewey in the Big Ship in Butte. He also called his shirt a shoit. I didn't think anything of what he had done to the city's name. Later I heard men who could manage their r's give it the same pronunciation. I still didn’t see anything in it but the meaningless sort of humor that used to make richardsnary the thieves' word for dictionary. A few years later I went to Personville and learned better."~ Dashiell Hammett, Red Harvest.


Una excelente entrada en blog ajeno narra cómo el manuscrito de Hammett ha servido de inspiración para clásicos del cine en la constante reinvención de la narrativa épica por excelencia de nuestra generación: del policiaco a Kurosawa, para ser reencacuhado en el reencauche del Western de Sergio Leone, y volver a escena en los grandísimos hermanos Coen en Blood Simple.

- ¡Claro! Es que en el clímax de una tragedia siempre debe haber un momento cómico, y el momento más importante de la comedia debe ser un momento trágico -decía hace unos días Juan Cristóbal, en una conversación en torno a la ambivalencia de los géneros en el otro gran maestro (y aberrado sin remedio), Woody Allen. También Juan Cristóbal tuvo a bien pisotear mi más reciente Epifanía y dejarme completamente perturbado con una interpretación freudiana de mi vida.


Fotos de Rodrigo Orrantia.

Tal vez, como en un libro, después de la primera página los seres humanos tenemos una extraña tendencia a pensarlo todo como un clímax, Epifanía o punto de quiebre. En medio de tanto trasteo, que como cualquier otro siempre tiene algo de simbólico, no sabría si mi momento en la vida, o el del mundo en la historia, es la dosis de humor en la tragedia, o al revés. Tal vez todo sea, como en Melinda-Melinda, cuestión de perspectiva y no intrínseco a la trama.

Lo que sí parece claro es que en medio de tanta peregrinación, como barco perdido, hay un asunto fundamental que todavía me es esquivo y que sigo buscando como esa primera página que, por el maravilloso sentimiento de estar vivo, leí de corrido y con afán. Tal vez en este reencauche un poco melancólico de memorias de antaño, cuando mi abuela Emma solía llevarme a montar en los buses eléctricos del centro en Bogotá (que llamaba con tirantas cuando era niño) haya alguna pista que me permita rescatar aquel detalle acaso fantasmagórico que tengo la sensación de haber dejado en el olvido.

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