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Depresión pos-campo, o sobre el Bruce Willis que todos los antropólogos llevamos dentro

Las desventuras y confusiones adolescentes de las que todo cuerpo es objeto durante la vida universitaria, me llevaron en tiempos de antaño a tomar varias materias de literatura y cultura japonesa, con un gran maestro llamado Jaime Barrera. Esos momentos de serendipia en que el universo confabula para llevarlo a uno por el buen camino que nadie está buscando, marcan fases de la vida. No sé qué me llevó a inscribir tantos cursos, especialmente de temas que no me generaban un interés muy marcado. Tal vez los acabé tomando porque muchos de mis amigos los inscribían, pero de una manera u otra, esos cursos acabaron por salvarme la vida. O por lo menos, salvarme de la vida como ingeniero, en contra de la cual no tengo nada, pero sencillamente ahora todos sabemos que no era mi camino y no es para lo que vine al mundo. 



Una de las muchas perlas de sabiduría de ese período, fue conocer la narrativa japonesa que, contrario a toda la que antes había experimentado, se extendía mucho más lejos que el desenlace Occidental. Cuando chico recuerdo debatir largas horas en medio del insomnio, cómo sería la vida de un personaje como el de Bruce Willis en El último boy-scout después de tanto trauma. Cómo sería la vida en familia, las discusiones. ¿Peleaba con los vecinos,  cuál era su restaurante favorito? ¿Tenía pesadillas?

El trabajo de campo, sin ánimo de compararme con el señor Willis, normalmente se le presenta al estudiante de antropología como una empresa difícil pero necesaria (a pesar de que en nuestro programa lo teníamos prohibido por orden público). Lo que no se advierte en ningún currículo del que yo tenga conocimiento, sin embargo, es la depresión que sufre el aparato emocional humano al hacer los cambios de contexto. El problema no es adaptarse a las condiciones de campo, pues si de algo podemos estar seguros sobre la psiquis humana es de su capacidad para operar en múltiples contextos, sino los cambios entre los diferentes estados mentales. De alguna manera, vivir entre los ingenieros del Silicon Valley no resulta problemático, así como también logré durante los meses de campo acumular alegrías y amistades en el Guaviare. Sin embargo, el tránsito entre los dos mundos  parece desbordar mis capacidades emocionales. Tal vez esto explique lo que siempre me ha parecido una paradoja: que los profesores en departamentos de antropología sean incapaces de convivir en armonía con sus colegas, mientras pueden entablar relaciones duraderas con personas de culturas radicalmente diferentes. De alguna manera, todos llevamos un pequeño Bruce Willis traumatizado por dentro, eso que algunos llaman depresión pos-campo. 

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