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La leyenda de Moab

En pleno país de los mormones, donde es un pecado capital beber alcohol, hay un pequeño caserío de nombre Moab donde habitan jipis y entusiastas de los deportes extremos. Una pequeña comunidad que en medio del desierto, y junto al parque natural Arches y sus impresionantes rocas escalables, intenta ser una especie de oasis social. A primera vista es un lugar paradisiaco, donde  los deportistas extremos, todos muy esbeltos, pasean sus sonrisas con gracia por el pueblo. Pudimos asistir a una reunión social con motivo de recaudar fondos para una organización que presta herramientas a quien desee incursionar en el famoso "do-it-yourself" tan arraigado en esta cultura, y que tanta fuerza toma entre las poblaciones Nueva Era.

Aunque el ambientalismo espiritual tiene su tinte dogmático, resulta fácil elegir entre eso y los mormones. No puedo decir a ciencia cierta por qué, si los dos promulgan la abstinencia de las drogas y el alcohol, e incluso en el mormonismo requiere aumentar la progenie, pero definitivamente fue una parada donde nos quisimos quedar más. Acampar en el desierto es interesante, las dunas son cómodas para dormir (más aún porque mi colchón de camping se pinchó), salvo por los mosquitos más molestos que el jején, que atacan con los primeros rayos de sol en audición para ver cuál rompe más rápido el sueño del durmiente.

De resaltar las historias novelescas de la prefectura que se publican en el diario local:

1. La vaca del señor Jones fue vista en la carretera.
2. El director de los bomberos, hijo del director de la policía, asaltó con arma blanca a su propio padre ya que este tenía un romance con su esposa. Mejor dicho, el suegro y la nuera hacían de las suyas.
3. Una profesora de preescolar tuvo un romance con una alumna menor de edad. Pagó su pasión con cárcel, hubo suidicios por doquier en la familia de la víctima, y ahora la exprofesora trabaja bajo identidad clandestina en un bar.

Todo eso en apenas dos días, que incluyeron escalar, una actividad que no realizaba hace más de 10 años. El tiempo pasa, y más rápido para escalador que para la roca.
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