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Aventuras con los monjes



Hace varios años, mi hermana participó en un retiro budista durante uno de sus viajes a Francia. Ya hace rato había empezado a buscar su camino espiritual, que había incluido viajes por India al ashram donde vivían Juan Carlos y Manuela en su momento. Uno de los pilares, como lo veo yo, fue encontrar a Camilo, su compañero de viaje para la aventura de vida que decidió emprender. Encontrar, como me decía hace muchos años una amiga, es diferente de buscar. Ellos se encontraron, contra todo pronóstico, en una fiesta donde Orrantia, un ser que parece sacado de la película Monsters Inc y en cuya casa siempre sobran las francachelas. 



Sin saberlo, asistir al monasterio (por llamar el campamento espiritual de alguna manera) cambiaría su vida y la de algunos de nosotros tanto como asistir a aquella fiesta donde se encontró con Camilo. Conoció allá a Thich Nhat Hanh, un monje vietnamita refugiado hace años en Francia, que trabaja incansablemente para reducir el sufrimiento del mundo por medio de aumentar la conciencia plena (mindfullness). 

- Yo me acuerdo de la cara con la que llegó, -dice Camilo, su pareja -era una sonrisa de felicidad pura. 

Al año siguiente fueron juntos, y desde entonces van tan seguido como pueden, ahora en la familia numerosa que son, para cultivar su conciencia. Sin duda parte del bello hogar que han logrado construir tiene que ver con seguir las enseñanzas de este monje, que promueve prácticas sencillas para la vida diaria: respirar, comer y vivir conscientemente, sin hacer daño a los demás, meditar y compartir con una comunidad.

El fin de semana pasado hubo un retiro en Chingaza conducido por 7 monjes de Plum Village, el monasterio en Francia de Thai, como lo llaman cariñosamente. Ellos, con ánimo de compartir el camino que tanto bienestar les ha traído a sus vidas, invitaron a sus allegados a participar. El resultado fue un retiro que más parecía una segunda celebración de su matrimonio: padrinos, amigos y familia, todos presentes y sin reparo de la dieta vegetariana que puede chocar para algunos.

Estos retiros, en mi experiencia personal, siempre son de las actividades más constructivas y saludables que pueda hacer una persona. Todos deberíamos, siempre pienso al salir de uno de ellos, asistir a retiros de esta índole una vez cada tantos meses, o hacer un retiro de un par de meses cada tantos años. No porque sea algo que le va a permitir a uno tener una vida más productiva, sino porque justamente pone toda la vida en perspectiva, como bajarse del mundo que cada vez gira más rápido para respirar sin el mareo que producen tantas vueltas sin pensar.

Como resultado secundario del proceso, los últimos días he parchado con los monjes, que interesados por realizar actividades didácticas en Bogotá, decidieron subir a la montaña y acompañarme en mis caminatas matutinas. 

Ayer subimos con dos de los más entusiastas. Los monjes de esta corriente, para mí, han sido un descubrimiento formidable. Normalmente las personas que siguen el camino espiritual son serias y estancadas en las formas. Estos monjes, todo lo contrario, cuentan con un mordaz sentido del humor, tienen un trato dulce con todas las personas con quienes interactúan, y en general van por el mundo como niños pequeños que encuantran compañeros de juego en cualquier piedra, charco o gota de lluvia. En cierto sentido, cuando cuido a mi sobrina, tengo la peculiar sensación de sacar yo la mejor parte del trato. Ser responsable de ella de alguna manera me convierte en un niño que juega y se sorprende con los detalles más sencillos de la vida. Explicar lo que es el sol, que la luna está hecha de queso, construir narrativas con amor para un niño es casi una terapia, como asimilar un mundo mejor.

Los monjes, como niños pequeños, en el mirador de Las Cruces (llamado así porque allí murieron tres curas), hacían todo tipo de actividades curiosas. Uno, acostado, mirando al cielo, se preguntaba si los cuervos lo comerían. El otro, caminaba por el mirador sorprendido de la vista y preguntando lo que eran todos los edificios de la ciudad.

Yo, un poco asustado de encontrarnos con extraños, les dije que no debíamos tarar demasiado. Los policías ya habían bajado y nos encontrábamos a merced de los maleantes que acechan caminantes en los cerros bogotanos.

- ¡Mira, Alejandro! -decía el americano, que parece personaje de El señor de los anillos -Si vamos por acá, podemos encontrar el camino más abajo y hacer un loop -mientras miraba en su teléfono celular.

El camino que sugerían era por el borde de la montaña. Si no estoy mal, pasar del cerro de Las Cruces, al cerro de La Cabra. 

- Yo no conozco, pero si quieren, vamos. Es aventura.
- Con los monjes, todo es aventura -repuso Aurora, una mexicana que viaja con ellos como traductora.

Tras caminar por el borde de la montaña, con peñascos relativamente peligrosos a ambos lados, uno de los monjes dice:

- Es como caminar por los dientes de la montaña...
- Sí...-respondo yo, con algo que susto por las alturas, los malechores, y de salir de la montaña a través de un barrio peligroso.
- ¡Lo importante es que no te muerda! -y echó a reír, ante mi ansiedad.
- ¡Tal vez morimos, otros tres monjes para Las Cruces! -respondió el otro en tono de más chiste, y ambos rieron. Mi risa era nerviosa. 

- ¡Estos monjes están chiflados! -le dije a Aurora.
- Ellos hacen un trabajo muy consciente sobre la muerte, específicamente sobre el miedo a morir, no le temen.

Ni las drogas, ni la fiesta ni el alcohol son fuente de emociones tan fuertes como estos monjes, buscando camino por los barrancos. Hace mucho no tenía sensaciones tan intensas, como ayer por la mañana, mientras cuidaba a los monjes.  Como los niños, cuidar a los monjes, es dejar que ellos lo cuiden a uno. Descubrí un camino hermoso de regreso a la ciudad tras caminar de subida a los cerros. A las 10 de la mañana, ya había tenido emociones fuertes, como de haber puesto la vida en riesgo. Había tenido conversaciones estimulantes, y sobre todo, me había contagiado de la alegría por la vida. 


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