Remedio anti-gripal
https://supercontra.blogspot.com/2006/11/remedio-anti-gripal.html
En un accidentado viaje a las Islas del Rosario en épocas de antaño, logré hacer que un cañón cayera en mi pié y clavarme una espina de pescado en la amígdala (por fortuna, no la región cerebral sino el tejido linfoide en la garganta). Una de las particularidades de la situación, que ha resultado útil posteriormente, fue que para resolver el percance (de la espina, del pié roto no opinó nadie) había tantas estrategias como personas. Tenedores con papas, plátanos, e incluso con más pescado me atacaron a tal punto que resultó más angustioso tener que engullir y masticar toda esa comida que aquel trozo dorsal de un pescado en mi garganta. Hay que agregar, además, que fue un sacrificio sobrehumano probar todos esos bocados que venían de platos ajenos, pues para la fecha tenía problemas sicológicos con la idea de saliva de otros ejemplares de nuestra especie en mi boca.
La semana pasada, como suele ser costumbre, fui atacado por el virus mutante que rigurosamente me visita cada año. Nuevamente, como en la historia de los tenedores con comida poco apetitosa, conocidos y extraños me abordaron con una avalancha de remedios (algunos francamente asquerosos) para curarla definitivamente: jarabe de totumo, sobredosis de vitamina C, vaporizaciones con agua de jengibre y ajo (y después tomar el desagradable potaje), acopuntura, ceremonias chamánicas, masaje espiritual, conseguir novia, y emborracharse.
Hace unos años había decidido no volver a probar remedios caseros, más allá de las bondades que enunciaran sus entusiastas. Sin embargo, es tal la convicción con la que habla cada persona sobre su método, que resulta casi agresivo negarse, y por supuesto, en una semana había tomado tantos remedios que no podría saber ahora cuál de todos hizo el milagro. Al tiempo, que lo cura todo, nadie le da crédito. Y ni hablar de los efectos secundarios del coctel de medicamentos tradicionales (tengo la seria intención de montar un bar donde se ofrezca simultáneamente acopuntura y jarabe de totumo, entre otras maravillas). Pero más curioso que eso, aun, es la cantidad de párvulos de médico que hay en las facultades: Todo el mundo receta, pero nadie cree que hace falta estudiar medicina para ello. Como en el cuento de Alfred Polgar (mi nuevo héroe, a pesar de que no he encontrado más cosas en un idioma que entienda) sobre un odontólogo que en tiempo de guerra hace las veces de médico y cirujano, la mejor muestra de la realidad nacional parece ser que uno es medicado por todos los amigos, conocidos, y a veces cualquier hijo de vecino o enemigo.
La historia sólo es superada por la macabra experiencia que resulta el hacer mercado en un pueblo perdido de Indonesia: al preguntarle a Wanda por un líquido que vendían en uno de los improvisados puestos con horrible aspecto, él respondió que era un remedio y procedió a comprar un vaso para que yo tomara. De nada valió que yo insistiera que no necesitaba ningún remedio porque afortunadamente no me aquejaba ningún mal en el momento.
¿La moraleja? Cuando uno cae enfermo de gripa debe procurar contagiar a todo el mundo, a ver si ponen esos mismos malditos ojos de sabiduría cuando uno les devuelva atenciones recordando tan amables consejos. Complementar, además, inventando un método más absurdo que mejoró el proceso de recuperación.
Y lo peor, es que funciona. Soy testigo.
La semana pasada, como suele ser costumbre, fui atacado por el virus mutante que rigurosamente me visita cada año. Nuevamente, como en la historia de los tenedores con comida poco apetitosa, conocidos y extraños me abordaron con una avalancha de remedios (algunos francamente asquerosos) para curarla definitivamente: jarabe de totumo, sobredosis de vitamina C, vaporizaciones con agua de jengibre y ajo (y después tomar el desagradable potaje), acopuntura, ceremonias chamánicas, masaje espiritual, conseguir novia, y emborracharse.
Hace unos años había decidido no volver a probar remedios caseros, más allá de las bondades que enunciaran sus entusiastas. Sin embargo, es tal la convicción con la que habla cada persona sobre su método, que resulta casi agresivo negarse, y por supuesto, en una semana había tomado tantos remedios que no podría saber ahora cuál de todos hizo el milagro. Al tiempo, que lo cura todo, nadie le da crédito. Y ni hablar de los efectos secundarios del coctel de medicamentos tradicionales (tengo la seria intención de montar un bar donde se ofrezca simultáneamente acopuntura y jarabe de totumo, entre otras maravillas). Pero más curioso que eso, aun, es la cantidad de párvulos de médico que hay en las facultades: Todo el mundo receta, pero nadie cree que hace falta estudiar medicina para ello. Como en el cuento de Alfred Polgar (mi nuevo héroe, a pesar de que no he encontrado más cosas en un idioma que entienda) sobre un odontólogo que en tiempo de guerra hace las veces de médico y cirujano, la mejor muestra de la realidad nacional parece ser que uno es medicado por todos los amigos, conocidos, y a veces cualquier hijo de vecino o enemigo.
La historia sólo es superada por la macabra experiencia que resulta el hacer mercado en un pueblo perdido de Indonesia: al preguntarle a Wanda por un líquido que vendían en uno de los improvisados puestos con horrible aspecto, él respondió que era un remedio y procedió a comprar un vaso para que yo tomara. De nada valió que yo insistiera que no necesitaba ningún remedio porque afortunadamente no me aquejaba ningún mal en el momento.
¿La moraleja? Cuando uno cae enfermo de gripa debe procurar contagiar a todo el mundo, a ver si ponen esos mismos malditos ojos de sabiduría cuando uno les devuelva atenciones recordando tan amables consejos. Complementar, además, inventando un método más absurdo que mejoró el proceso de recuperación.
Y lo peor, es que funciona. Soy testigo.
1 comment
supongo entonces que ya no utiliza los cepillos de dientes ajenos? por aquello de la saliva...
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