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Crónicas Marcianas: La vida en el Lejano Oriente

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La vida en San José del Guaviare (eso que Dumpa llama el Lejano Oriente) es a primera vista una interesante combinación de las mágicas llanuras con la selva amazónica, a pesar de que los amazonólogos no lo consideren selva. Tras unos días de deambular por el casco urbano, me llama la atención que la capital del departamento parece tener la mayor cantidad de salones de belleza que haya visto población humana. Mis inclinaciones académicas se ven tentadas a explicarlo todo por la humedad (vivir en San José es como ser maestro de Bikram), pero explorar tamaña hipótesis significaría cambiar radicalmente mi tema de tesis, luego la pregunta es, ¿cómo diablos se relaciona la moda con la malaria?
Como buen capitalino, se ve uno tentado a describir las dinámicas lugareñas en función de la presencia de fuerzas extraoficiales y del oro verde. Probablemente sea por eso que suene tan odioso el comentario, “sí, tiene cara de rolo” despectivo y que denota gringo con reflejo condicionado de hacer el chiste de la mafia como si nunca se hubiera escuchado. Sin embargo, como es de imaginarse, la vida diaria parece transcurrir aislada del hedonismo globalizado, y lo único que parece recordar la huella del carnaval permanente yankee son las historias de labios leporinos por las fumigaciones de glifosato y las máquinas de antinarcóticos que hacen parte del ecosistema.
Por lo demás, la gente es amable y colorida, y se vive en cada esquina lo importante que ha sido, para bien y para mal, el colonialismo pujante paisa: Colombia es una población con una diversidad muy grande de asentamientos antioqueños (o tal vez, adaptaciones forzadas del medio ambiente a las costumbres de la fonda). Varias personas que he conocido relatan cómo llegaron al Guaviare a pasar una temporada de uno o dos meses, pero acabaron por quedarse. Entre mis primeros contactos, salta a la vista una antropóloga de antaño conocida como Leo, conocida por cada una de las 30 mil personas que componen el sector urbano del municipio (más o menos el tamaño de los Comandos Azules). Un almuerzo para comentarle mi proyecto se extendió en una conversación muy larga llena de relatos sobre vuelos donde se comparte la cabina con cebollas, enfermos y muertos, con motivo de un viaje al que había sido asignada.
Como es costumbre, no demoro mucho en describir mi proyecto cuando alguien da cuenta de un esfuerzo investigativo anterior en que se abordaron preguntas similares, pero que jamás fue publicado. Es curioso que después de tanto renegar de los gringos en los pasados años (y en particular de su obsesión por publicar todo y de ser orientados a los resultados), acabe por extrañar y valorar el pragmatismo extremo. A veces parecería que estamos condenados a reinventar la rueda eternamente, salvo, por supuesto, por nuestro pseudo Nobel Patarroyo, quien esperemos no sea un fraude nuevamente para ver si deja de masacrar Aotus en nombre de los pobres. Mala suerte para mí si el personaje descubre una vacuna para eso que se podría prevenir con mosquiteros, pero bueno, no sería mi investigación el primer saludo a la bandera que se geste al interior de la antropología. Por lo pronto, sigo sin respuesta a la pregunta que me hizo un taxista cuando intenté explicarle mi proyecto:
- Y eso, que todavía no entiendo, como…¿para qué?

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4 comments

Unknown said...

See así pasa con los proyectos de investigación antropológica :)
Un abrazo.

Apelaez said...

a mi tambien me causo curiosidad la cantidad de peluquerias que hay en ese pueblo. San José es como una gran despensa de civilización pa toda esa selva que lo rodea. Se mete uno al monte seis meses y despues en san jose se toma unas birras, se corta el pelo, compra insumos y pa adentro de nuevo

Constanza said...
This comment has been removed by the author.
Constanza said...

La eterna historia del antropólogo: No se entiende ni quien es, ni a que vino, ni para que sirve lo que hace. Historia que se repite, lamentablemente hasta en los senos familiares más cálidos y comprensivos. jaja

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