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La nariz de las tinieblas

 



Escribo estas líneas desde mi hotel en Puerto Inírida, con el bronceado característico de cualquier rolo que olvidó ponerse bloqueador para un paseo en lancha de todo un día. En diferentes momentos pensé, equivocadamente, que mi vida corría peligro, y estuve a punto de mandar mensajes a familiares y amigos diciendo "los amo, recuérdenme". El día no daba para menos: una suculenta mezcla de realismo mágico con lo que bien supo llamar Vlady un día estilo El corazón de las tinieblas, la novela de Cornad que adaptaron luego al cine en la épica Apocalypse Now! Al igual que en la película, a medida que progresábamos río arriba o río abajo (en esta maraña fluvial no sabe uno en qué dirección corren los ríos), las conversaciones se tornaban más inverosímiles. 

Nuestro objetivo, enmarcado en un proyecto para hacer vigilancia y seguimiento de la malaria para generar políticas públicas enfocadas en detección y mitigación del surgimiento de parásitos resistentes al tratamiento, era acercarnos un poco a la frontera y conocer las condiciones de transmisión del vecino país, donde un fuerte brote azota con infección una ya hipervulnerable población rebozada por la desesperanza y que lleva sus penas por todo el continente. El parque nacional de Yapacana, otrora cuna de varias culturas amazónicas, es el epicentro de una minería ilegal de oro que consume los bosques sagrados como un fumador ansioso. Para Vlady, conocer las serranías que colindan con el parque se ha convertido en su Moby Dick. Cada caso, cada entrevista o relato, se siente como un paso más cerca de llegar hasta el corazón del monstruo. Hoy, afortunadamente, supimos regresar antes de llegar hasta el centro, digamos que estuvimos, quizás, en la nariz de las tinieblas. 

Ya desde Bogotá, tengo la sensación de haber ido hasta El abrazo de la serpiente y regresado en apenas una semana a la burbuja urbana en la que vivo. El viaje por río consistió de tres etapas, en la última el camino continuó a manera de historias de Yiyo, un lanchero aventurero que había recorrido extensamente el territorio amazónico. 

La primera parada fue en una antigua base del ejército hecha ruinas. Una lancha anunciaba que había otros visitantes en el lugar. Un letrero anunciaba que era zona de guardia indígena, y una familia comiendo mango alrededor de una hamaca vigilaba. 

- Es para que no roben o secuestren los turistas -nos dijo al saludar quien parecía estar a cargo. Al preguntar por el cartel se desencadenó una narrativa muy rápida y articulada en otra lengua y forma de pensamiento, de modo que en español había que esforzarse para reconstruir lo que había dicho. Aparentemente, hacía pocos minutos los había visitado una nave del ejército colombiano y les habían solicitado/ordenado bajar la pancarta. Él se había negado y había dicho que iba a llamar a todos los capitanes de la zona, que tenían pactada una reunión en los próximos días y que él debía pedir autorización para bajarla, al igual que en el ejercito. El navío debió volver con el rabo entre las piernas y sin resultados. El día anterior, aparentemente había tenido lugar un enfrentamiento entre los indígenas y algún movimiento armado ilegal, en el cual según contaban habían muerto 2 personas a causa de heridas con flecha. Nos tomó un tiempo descifrar que el episodio con el ejército había tenido lugar a escasos 5 minutos de nuestra llegada, quizás lo cual explicaba la catarsis en la cual había entrado nuestro interlocutor a la primera palabra. La narración siguió con un par de coloridas historias tradicionales del uso de pociones para enamorar, que le daba el nombre al caño "Rabopelado", pues allí había muerto el personaje de tal nombre en medio de un crimen pasional. 

Acto seguido, nos embarcamos rumbo a San Fernando de Atabapo, el pueblo del lado venezolano de la frontera. Nuestro lanchero no quiso ir a dejarnos, así que hicimos cambio de embarcación en la orilla colombiana, donde una coqueta casa flotante que servía de taller, tienda y cantina que llevaba por nombre La gata rosada nos invitaba a entrar. Hicimos un transbordo que dejó mucho que desear por el lado de nuestra agilidad, más bien nula, y a los pocos minutos pisábamos el hermano país. El batallón de la Guardia y algunos grafittis (no del todo halagadores) anunciaban la bienvenida al experimento masivo que se conduce al otro lado del río. Cuatro vehículos, una variedad de motocicletas intervenidas para diferentes propósitos, parecían esperar algo. Nos sentíamos como extras en una película de Sergio Leone, cual pasar por la estación antes de que llegara el tren donde viene "Harmónica". Ingenuamente habíamos pensado almorzar allá, pero no había puertas abiertas, ni negocios, ni habitantes prácticamente. Algunos graffitis anunciaban "se fueron sin pagarme y se llevaron las llaves", la sensación era la de un pueblo fantasma. Nuestro objetivo era conocer el hospital y preguntar aspectos generales de la malaria en la zona. Avanzada una escasa cuadra y media nos encontramos el centro médico, donde un joven con scrubs color negro caminaba por el porche. Después de discutir en la acera algo incómodos y conscientes de ser evidentemente extraños en ese lugar, decidimos dar una vuelta por el pueblo. Pasamos por el colegio, donde unos pocos chicos jugaban al balón, y por la universidad, donde no pude ver movimiento. Daba la sensación de estar en un pueblo maldito, por el cual circulaban apenas algunas almas en pena, con caras largas y evidentemente cansadas. 

Cuando fue claro que no teníamos nada más que ver tras recorrer un estadio en ruinas, una universidad abandonada, y de cruzarnos algunos pocos transeúntes con chuspas, cajas o menajes a quienes saludábamos ocasionalmente,  fuimos al hospital. Habíamos estimado que una hora sería suficiente para que nos recogiera el bote nuevamente, y empecé a pensar que había sido un exceso. A nuestra llegada, Vlady se presentó y rápidamente el médico de turno nos empezó a narrar sus impresiones de la malaria y la minería en la región. No había pacientes, enfermeras, listas de espera, ni ser humano alguno más allá del joven médico, quien parecía agradado de charlar con alguien. Eliana, una antropóloga de la secretaría de salud que hacía las veces de guía en la excursión, me hizo notar que sonaban las puertas, sacudidas por ventiscas que anunciaban la llegada de las lluvias. Llegó un hombre con un perro e intercambió una mirada con el médico, pasó de largo y sacó un par de galones de líquido, podría ser agua. No hablaron. Luego llegaron al tiempo otra persona que trabajaba allí, y el aguacero. Poco importó mojarnos, llegamos antes de lo previsto aunque sobre la hora, y pasamos la frontera nuevamente. A la llegada escampamos en La gata rosada, cantina/taller flotante del Atapabo. Acá, quizás, empezó la tercera parte del viaje, a través de las historias de Yiyo. 

El lanchero aventurero poco a poco empezó a tomar la voz de la última etapa del viaje por el río, con la ventaja de que sus historias saltaban de tiempo y lugar como una película de Tarantino, de manera que era imposible saber si se iba hacia adelante o atrás en la locura colectiva de la cual es símbolo el río en la historia original. Cada crónica podría haber sido en un contexto más desconectado de mi realidad, pero no era claro el gradiente. Empezó con historias de picaduras de culebra, cosa que despertó gran interés en Vlady, herpetólogo aficionado desde la niñez. Una a una empezó a describir las culebras que habían estado a punto de picarlo en cada rincón del Amazonas, describiendo como un taxónomo el árbol filogenético completo. Lentamente fue ahondando en sus experiencias mineras, quizás guiado por el interés de nuestras preguntas. Para el almuerzo, escalera arriba en un pueblo construido sobre palafitos a pesar de estar unos cinco metros por encima del nivel actual de agua, la conversación giraba por completo en torno a Yiyo, quien cada vez más animado contaba más detalles y gesticulaba con más ahínco. Detalles que Vlady escuchaba con el mismo interés que Ahab si le hablaran sobre la ballena, y que Felipe, el matemático/ingeniero del grupo, ávido practicante de deportes extremos, escuchaba como si le hablaran de escalar los Himalayas. A pesar de que yo dudé si comer en el lugar por higiene, el almuerzo estuvo fantástico, podrá no llegar la regulación del Invima pero sí la consciencia de la gente de hacer un buen trabajo, la impecable cocina resplandecía reluciente, mientras tres mujeres que parecían sacadas de la película francesa de las trillizas preparaban los alimentos. Mientras tanto Yiyo deleitaba con sus historias, que para entonces ya iban en buceo dentro de cuevas debajo de los cerros de  Mavecure por más de ocho horas seguidas en la noche, en su modalidad de minería de oro favorita. La mina con dragas la describía como una suerte de esclavitud contemporánea ante la cual estar sumergido en la noche y con un traje de buzo improvisado era preferible por el tiempo libre que permitía.


Mal haría, sin embargo, en caracterizar la visita al Guainía basado en esta crónica de río. En Puerto Inírida encontramos una Secretaría de Salud comprometida como nunca antes yo había visto, a todos los niveles y dispuestos todos a apoyar el proyecto de investigación para desarrollar políticas de salud pública basadas en evidencia producto de la colaboración. Muchos días de reuniones muy intensas para definir aspectos prácticos y teóricos del proyecto, varias visitas al resguardo aledaño al casco urbano y puerto de jurisdicción libre, con lo cual en la práctica era una pequeña Tijuana. Indígenas de prácticamente todas las etnias, y migrantes venezolanos compartían un limitado espacio geográfico donde abundaban todas las vulnerabilidades que pueda describir la burocracia multilateral, y algunas otras. La malaria siempre se encuentra entre los habitantes más vulnerables de estos territorios donde no hay dios ni ley (o done quizás sí los hay, pero muy de carne y hueso), por lo cual es gratificante como tema de estudio pues cualquier aporte es muy significativo, pero a la vez un tipo de trabajo de campo que parte el corazón. De cierta manera, el destino de estos habitantes periurbanos entrelazado con la inhumanidad de la depredación humana, el frenesí hecho las  fauces del neoliberalismo y el Antropoceno, era como un pequeño enclave de aquel monstruo que habitaba en Yapacana dentro del casco urbano. Un portal, un vórtex, una vorágine, a un vuelo de Satena de distancia. 

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