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Diálogos de la Taverna






Hay días que todos recordamos claramente por el resto de la vida: el asesinato de Galán, la caída de las Torres Gemelas. Luego, hay días o momentos específicos de nuestra vida que recordamos de manera singular, por la naturaleza de lo hablado, por los personajes con quienes interactuamos, o por alguna razón que nunca acabamos de entender. La memoria episódica es ese registro incierto de sensaciones y detalles, una combinación de lugares, personas, acontecimientos, todo guardado en los pliegues de nuestra conciencia, como el sedimento en el fondo de un río.


El día de los eventos que voy a relatar fue la víspera de un acontecimiento extraordinario que marcaría la historia mundial; un sismo que rompió en dos la historia de la humanidad y que, por azar, me sorprendió en la ciudad de Nueva York. Aquella mañana, después de varias vueltas para encontrar transporte, conseguí finalmente un taxi.


—To the West Village, please, the corner of 7th and Grove —le dije al taxista—. And please hurry as much as you can, I have very little time.


—Time does not exist —respondió el conductor, con un acento que parecía de una lengua eslava. Tenía un ojo caído y, cuando giró la cabeza, pude ver su perfil ambiguo. Me resultó imposible discernir si era un hombre o una mujer; la piel colgaba de su rostro en pliegues, y su voz era a la vez ronca y aguda.


—Odio la teoría poscolonial —respondí, pensando que era uno de esos devotos de Foucault con los que nunca me entendía bien.


—I am a theoretical physicist, habibi, not a sociocultural scholar... —respondió con una risa suave.


Ese comentario, inesperado, logró captar mi interés. Decidí dejar de lado mi preocupación por llegar tarde a la cita que había esperado durante años y continuar con la conversación.


—¿Cuál es tu campo?

—Oh, no he sido académico desde hace mucho tiempo, habibi...

—Soy de origen árabe, pero soy colombiano —dije, buscando que el extraño comentario diera lugar a una conversación más directa.

—¡Haberlo dicho antes, chico! —respondió, mezclando un caribeño con acento eslavo—. Pasé tiempo entre cubanos en Ucrania durante mis estudios doctorales… y mi mejor amiga cuando llegué a este país era colombiana.

—Vale, pero cuéntame del tiempo… ¿por qué dices que no existe?

—Ah! Claro, nos desviamos... Eso te interesó, ¿no? Bueno, lo que pasa es que nosotros no existimos en el tiempo.

—¿Los humanos?

—Todos los seres de este planeta, aunque quizás haya alguno que sí, y no lo sepamos. El futuro no existe, y el pasado ya fue; el presente es un límite entre dos reinos imaginarios.

—Suena poético. Pero entonces, ¿por qué me preocupa tanto llegar tarde?

El taxista rió de nuevo, una risa que me pareció casi reptiliana, con algo inhumano en su tono.

—¡Buena pregunta! Tal vez porque, aunque el tiempo no existe, tú crees que sí.

Sonreí con ironía, pero no pude evitar sentir un nudo en el estómago. —Bueno, si llego tarde a la clínica, el reino de mi cita acaba, ¿no?

—Maybe… —respondió, enigmático, y luego se quedó en silencio.


Llegué a la esquina de 7th y Grove mucho antes de lo previsto. Me despedí del taxista, que siguió sonriendo con esa expresión ambigua, como si supiera algo que yo no. Miré el reloj: aún faltaban veinte minutos para la hora acordada con Juana. A lo lejos, vi el letrero de Arthur's Tavern, el lugar donde los músicos tocaban jazz sucio, “the way it is meant to be played, dirty,” como había dicho Luke, el amigo que me lo había mostrado años atrás.


Entré y fui recibido por una ola de humo y el sonido desordenado de una trompeta. El ambiente estaba cargado de risas, el murmullo de las conversaciones y el aroma a whisky. Los músicos, borrachos y felices, tocaban como si estuvieran interpretando la última canción de su vida. Uno de ellos, un saxofonista con ojos brillantes y un aire descarado, tomó el micrófono y sonrió al público.


—Hey folks, what do we have here tonight? Is this man here for a date, for love, for booze, or just for some dirty jazz?

La audiencia rio, y yo me encontré atrapado en la broma. Así que levanté una mano, fingiendo serenidad, y me dirigí al bar.

La camarera, una mujer guapa, aunque algo pasada de peso, con el cabello recogido y tatuajes de personajes animados japoneses en los brazos, se me acercó con una sonrisa.

—Whisky? —preguntó.

—Por favor, uno doble.

—You look like you’re waiting for someone… —dijo mientras me servía.

—Sí, hace mucho tiempo que no la veo. Pero no estoy seguro de si va a llegar.


Ella asintió, con una sonrisa que mezclaba comprensión y cierta tristeza. —Happens all the time, —respondió—. People always waiting for things they’re not sure will show up.


Asentí, sintiendo una punzada de ansiedad. Recordé las palabras de Juana: "Estoy siendo egoísta, haga lo que necesite para protegerse". Esa frase me había acompañado durante años, resonando en mi cabeza como un eco distante. ¿Protegerme de qué? ¿De ella? ¿De mí mismo? Me pregunté cuántas veces había pensado en eso, cuántas noches había pasado intentando darle sentido.


El saxofonista volvió a dirigirse al público desde el escenario.


—So, folks, what’s the difference between jazz and love?

La gente respondió con risas y miradas curiosas.

—Jazz never shows up on time… but love always leaves you waiting!


El público estalló en carcajadas, y yo sonreí, reconociendo algo de verdad en la broma. Bebí un sorbo de whisky, dejando que el calor bajara por mi garganta. La camarera, que me había estado observando, se acercó de nuevo.


—You okay? —preguntó, esta vez con un tono más suave.

—Sí… solo que… —empecé, pero me detuve. Recordé cuando Juana decía: "Esto es real, lo que hay entre nosotros". Esa certeza tan frágil y a la vez tan intensa. Pero también recordé cómo se quebraba su voz a veces cuando decía, "me da miedo la normalidad", como si temiera que lo nuestro solo pudiera existir en los límites del caos.


—Let me guess, —dijo ella, adivinando mis pensamientos—, you’re waiting for someone who’s not sure they want to be found, right?

Me sorprendió su intuición. —Algo así… Tiene sus miedos, sus demonios.

—Don’t we all? —respondió con una sonrisa melancólica—. Maybe she’s just looking for something she doesn’t know how to find… or too scared to even try.


Miré su rostro, buscando entender lo que veía en mis ojos. ¿Era tan obvio? ¿Podía ella leerme así, o solo estaba proyectando sus propias historias sobre mí? Bebí otro sorbo y observé cómo los músicos seguían bromeando y tocando, perdidos en su propia burbuja de jazz sucio.


—A veces, el amor es como este lugar —continuó ella—. Un poco caótico, un poco sucio, pero auténtico… y siempre un poco borracho.


Reí suavemente. —Juana solía decir que le daba miedo la normalidad, que no quería que lo nuestro fuera “normal”.

—And what about you? What did you want? —preguntó, inclinándose un poco más cerca.

No supe qué responder. Había querido tantas cosas, algunas contradictorias, otras imposibles. Recordé las noches hablando con Juana, las confesiones, los miedos, las promesas nunca cumplidas.

—No lo sé… —dije finalmente—. Creo que solo quería que fuera real.

El saxofonista volvió a dirigirse al público, esta vez con una sonrisa burlona: —To the man waiting at the bar! Maybe he doesn’t know what he’s looking for, but there’s good whiskey and dirty jazz here. And that’s more than most people find!


La camarera me sonrió y, por un momento, todo en Arthur's Tavern pareció detenerse. Las luces, los sonidos, las risas, todo quedó en suspenso, esperando una respuesta que yo no podía dar. Quizás, pensé, Juana había sido una melodía que nunca pude atrapar, una nota resonando más allá de mi alcance.


—Otra ronda —dije, más decidido—. Quizás hoy se trate de esperar a que todo encaje, aunque sea por un segundo.

—Or maybe it’s about letting it all flow, —respondió ella con una sonrisa sabia.


Y mientras los músicos seguían tocando, sucios y sinceros, me pregunté si, como dijo Juana, "esto es real lo que hay entre nosotros". Quizás lo fue, quizás lo sigue siendo, pero solo como el eco de algo que nunca se sostuvo por completo. Y ahí, en ese rincón de Nueva York, en ese bar lleno de humo y risas, decidí dejar que las preguntas quedaran abiertas, flotando en el aire como el eco de una trompeta desafinada, pero auténtica.


—¡Al hombre del bar! ¿Sigues esperando, amigo? ¿O ya te das cuenta de que la espera es la única verdad?


Levanté mi vaso en respuesta, sin saber muy bien qué decir. La chica del bar, que seguía limpiando vasos con calma, me miró de nuevo.


—A veces uno espera porque no sabe qué más hacer, ¿no?


Asentí, sintiendo una extraña mezcla de resignación y aceptación. Habían pasado ya dos horas. El tiempo se había estirado como un chicle viejo. Me levanté del taburete, sintiéndome más ligero y más pesado al mismo tiempo.

—¿Te vas? —preguntó ella.

—Sí, creo que sí… ya no tiene sentido esperar.

—Nunca lo tuvo, amigo. —respondió, con una sonrisa amarga.


Mientras me dirigía a la puerta, el saxofonista me gritó una última vez: —¡Recuerda! El jazz nunca llega a tiempo… ¡y el amor siempre te deja esperando!

Salí de Arthur's Tavern con la risa del saxofonista resonando en mis oídos, mientras el aire fresco de la noche me golpeaba la cara. Caminé por las calles del West Village, sintiendo que, aunque el tiempo seguía fluyendo como un río, ya no importaba tanto saber hacia dónde me llevaba.


Quizás, me dije a mí mismo, la conexión con Juana había sido como esa música, sucia y sincera. Algo que había existido solo en un momento, una melodía que se disolvía en el aire, imposible de atrapar o retener. Y mientras caminaba, me pregunté cómo esa relación, tan breve y tan intensa, había cambiado la melodía de mi vida. ¿Había aprendido algo, o simplemente había estado esperando, como siempre?


El saxofón seguía sonando a lo lejos, y yo seguí caminando, con la incertidumbre, flotando en el aire, como el eco de una nota que nunca termina de desvanecerse.


Mientras caminaba, pensé en Juana, en lo que habíamos sido y en lo que nunca llegamos a ser. Me pregunté si esa conexión, tan efímera, me había cambiado de algún modo. ¿Era diferente por haberla conocido? ¿O seguía siendo el mismo, atrapado en la ilusión de que algo había cambiado cuando, en realidad, todo seguía igual?


Pensé en el taxista, en su afirmación de que el tiempo no existía. ¿Y si tenía razón? ¿Y si la espera, la ansiedad, la esperanza de ver a Juana de nuevo no eran más que sombras en un muro, proyecciones de algo más profundo, más fundamental?


Me detuve en una esquina y miré mi reflejo en una ventana oscura. Por un momento, me pareció ver algo más allá de mi propia imagen, algo que se movía como el agua, como un río que fluía. Me pregunté si, de algún modo, la espera, el encuentro que no fue, la conversación con el taxista, habían dejado una huella en mí, como el rastro de una hoja flotando en el agua. ¿Qué me había enseñado esta espera, esta pequeña pérdida en medio de una ciudad desconocida? ¿Era más consciente de algo ahora, o simplemente más perdido?


Caminé hasta que las luces de la ciudad se volvieron borrosas y las calles se mezclaron en un solo flujo de luz y sombras. Sentí que, de alguna forma, había llegado a algún lugar, aunque no sabía cuál. Quizás Juana nunca había llegado porque nunca había sido el destino. Quizás, en ese río del tiempo del que habló el taxista, yo había llegado justo a donde tenía que estar, aunque no sabía qué significaba eso.


Y mientras caminaba, sentí una extraña calma, una aceptación de no saber, de dejar que las preguntas permanecieran abiertas, de dejar que el río siguiera su curso, llevándome a donde fuera, sin necesidad de entenderlo todo.


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