La DANA vs Krathon: ¿por qué las cifras de muertos son mucho más grandes en Europa?
Hace unos años vimos cómo un virus emergente en infección humana se dispersó por el mundo arrasando familias, gobiernos y cualquier ejemplar de nuestra especie que encontró a su paso. Hubo tantas opiniones como controversia, y aunque nunca vimos un veredicto inequívoco, es evidente que hubo marcadas diferencias en el costo que representó para cada país.
Unos años después, como si buscáramos respuesta a la paradoja de Fermi, la temperatura del planeta ha incrementado suficiente como para que veamos desastres naturales diarios que desafían toda estadística. En ambos casos, la mente mamífera de nuestras humanidades imperfectas nos hace creer en la ilusión del cambio gradual, del pensamiento lineal, mientras que la realidad del cambio climático va por su lado. Así como jamás logramos entender el crecimiento exponencial del virus, el cambio sistémico a nivel global se escapa de nuestra intuición, de nuestra experiencia penosamente local para una era como el Antropoceno, donde la actividad humana, lo que comemos a diario, es la principal fuerza de cambio a nivel planetario.
Al igual que durante la pandemia, los efectos de eventos climáticos extremos arrasan con lo que encuentran a su paso sin reparo de raza, credo o color. En la viña del Señor, como en Armero, no parecen muy alentadores los resultados del pasado año: la DANA en España, donde apenas hace unos meses veíamos piedras con inscripciones de “si me ves, llora”, ha puesto en evidencia un sistema de respuesta a emergencias que no tiene nada que envidiarle a una república bananera y tropical. Durante este evento, Valencia registró 300 mm en 24 horas, un incremento del 66.1% respecto a su precipitación media anual de 454 mm.
En Estados Unidos, el Bible Belt parece plataforma de aterrizaje para huracanes. En 2024, el huracán Helene afectó gravemente a Carolina del Norte y Georgia, dejando lluvias torrenciales de hasta 800 mm en 72 horas en Carolina del Norte (un incremento del 66.7% sobre su precipitación media anual de 1,200 mm) y 600 mm en 48 horas en Georgia (un incremento del 47.2% sobre su media anual de 1,270 mm). Asimismo, Florida fue impactada por el huracán Milton, registrando 700 mm de lluvia en 48 horas, un 53.8% más que su precipitación media anual de 1,300 mm. Estos huracanes, más allá de los cuentos destructivos característicos de sistemas con presiones tan bajas como las observadas, han causado estragos por la cantidad de lluvias que llevan consigo. Nada que sea sorpresa, sabemos que un planeta más caliente cuenta con más humedad en el aire.
Mientras tanto, en otros rincones del planeta, los meteorólogos han podido ver en tiempo real, casi como vimos la evolución del virus durante la pandemia, fenómenos que parecían de ciencia ficción. En lo corrido del año, Singapur experimentó inundaciones con 500 mm en 24 horas, representando un 21.4% de su precipitación media anual de 2,340 mm. En Seúl, las lluvias torrenciales dejaron 400 mm en 24 horas, un incremento del 29.2% sobre su media anual de 1,370 mm. Shanghái no fue la excepción; el tifón In-Fa trajo consigo 600 mm en 72 horas, un 50% de su precipitación media anual de 1,200 mm.
La DANA en Valencia y el tifón Lekima en Taiwán, aunque ambos extremadamente intensos y destructivos, muestran un contraste en el impacto sobre la vida humana. En Valencia, el evento dejó un saldo trágico de al menos 155 muertes, exponiendo la vulnerabilidad de sistemas de emergencia que no lograron contener el desastre. En Taiwán, a pesar de que el tifón trajo lluvias torrenciales y vientos devastadores con 1,000 mm de precipitación en 48 horas (un incremento del 41.7% sobre su media anual de 2,400 mm), el impacto en términos de pérdida de vidas fue considerablemente menor, con dos muertes reportadas y varios heridos. Este contraste resalta cómo, aunque la intensidad de estos fenómenos naturales es devastadora en ambos casos, la diferencia en la preparación, infraestructura y capacidad de respuesta influye notablemente en el costo humano. No solo la magnitud del evento, sino también la capacidad de adaptación y protección determina las vidas que se salvan o se pierden.
Estos eventos no son aislados ni esporádicos; al analizar los datos históricos de ciclones tropicales y huracanes a nivel global, se evidencia un incremento tanto en la frecuencia como en la intensidad de estos fenómenos. Este aumento no solo implica una mayor amenaza para las poblaciones costeras, sino también un desafío para los sistemas de respuesta y mitigación de desastres.
La diferencia en el impacto humano y económico de estos eventos entre países es notable. En 2005, el huracán Katrina causó daños estimados en 188 mil millones de dólares y cobró más de 2,000 vidas en Estados Unidos, un país con altos niveles de desarrollo tecnológico. Sin embargo, contrastemos esto con el ciclón Nargis en 2008, que dejó más de 138,000 muertos en Myanmar, un país con recursos limitados y menor acceso a tecnología avanzada para predicción y respuesta.
Este contraste subraya la importancia crítica de la tecnología en la gestión de desastres. Países que invierten en sistemas avanzados de monitoreo meteorológico, infraestructura resistente y planes de evacuación basados en datos tienen una capacidad significativamente mayor para proteger a sus ciudadanos y minimizar las pérdidas económicas. Por el contrario, naciones que no integran la tecnología en su toma de decisiones enfrentan consecuencias mucho más devastadoras.
La brecha tecnológica se convierte así en una línea divisoria en este nuevo orden mundial. No se trata solo de disponer de recursos, sino de cómo se utilizan para implementar soluciones basadas en datos y ciencia. La inteligencia artificial, el big data y los sistemas de alerta temprana son herramientas indispensables en la actualidad. Por ejemplo, países como Japón y Taiwán han desarrollado sistemas de alerta y edificaciones antisísmicas que han salvado innumerables vidas frente a eventos naturales extremos.
Además, la adaptación al cambio climático requiere decisiones informadas y rápidas, algo que solo es posible mediante el uso eficiente de la tecnología. Las predicciones climáticas a largo plazo permiten a los gobiernos planificar y adaptar sus infraestructuras, agricultura y gestión de recursos hídricos. Sin embargo, esta capacidad está lejos de ser uniforme en todo el mundo.
Los datos también muestran un incremento en los costos económicos asociados a estos desastres naturales. En 2017, la temporada de huracanes en el Atlántico fue la más costosa registrada, con daños que superaron los 282 mil millones de dólares. Huracanes como Harvey, Irma y María devastaron regiones enteras, pero la respuesta y recuperación variaron significativamente según la infraestructura tecnológica y la preparación de cada país o región afectada.
La tendencia indica que los países que no adoptan tecnologías modernas en sus sistemas de gestión de emergencias enfrentarán mayores pérdidas humanas y económicas. La tecnología no solo permite una mejor predicción y seguimiento de estos fenómenos, sino que también facilita la comunicación efectiva de alertas y la coordinación eficiente de los esfuerzos de rescate y ayuda humanitaria.
En este contexto, el nuevo orden mundial se define por la capacidad de adaptación y respuesta basada en la tecnología. Las naciones que invierten en investigación científica, desarrollo tecnológico y educación están mejor posicionadas para enfrentar los desafíos actuales y futuros. Aquellos que no lo hacen corren el riesgo de quedar rezagados, sufriendo mayores impactos por eventos que, aunque naturales, pueden ser mitigados con una planificación y respuesta adecuadas.
En conclusión, la división entre países que utilizan la tecnología para tomar decisiones y aquellos que no lo hacen se vuelve cada vez más evidente y crítica. La supervivencia y el progreso en el siglo XXI dependen en gran medida de la capacidad para integrar soluciones tecnológicas en todos los niveles de la sociedad. Es imperativo que los líderes globales reconozcan esta realidad y actúen en consecuencia, promoviendo la colaboración internacional y la transferencia de conocimientos para cerrar la brecha tecnológica y construir un futuro más resiliente y equitativo.
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