Palestina: Sin derecho a replica
https://supercontra.blogspot.com/2006/09/palestina-sin-derecho-replica.html
Por: Verónica Naranjo
Quien se haya preguntado cómo es posible que una persona se sacrifique a sí misma con tal de perpertar un atentado terrorista, que vaya a Palestina. Quien se sienta incapaz de entender qué lleva a una persona a cometer un acto tan irracional y contrario a toda lógica, que vaya a Palestina. Que los palestinos son extremistas, que no aceptan al estado de Israel, que son asesinos y locos... Algunos los son, es innegable, y siempre será inaceptable e injustificada la muerte de seres inocentes a manos del terrorismo, pero su extremismo y su locura no vienen de la nada. Quien así lo crea, no ha estado en Palestina. Quien haga un juicio apresurado de los kamikazees y los revolucionarios palestinos es ignorante de lo que ahí sucede. Y lo que es peor, nadie puede culparlo. Los medios de comunicación, divulgando información sesgada y manipulada, nos han hecho creer que atentados terroristas sólo se cometen contra los israelitas, que el estado de Israel no hace ningún mal, que son los palestinos los intolerantes, los que actúan de manera irracional sin fundamento alguno. Una vez más, quien así viva convencido, no conoce Palestina. Un simple vistazo a las condiciones en que Israel tiene a los palestinos explica cómo alguien puede llegar a enceguecerse de desesperación y desolación, hasta llegar al punto de querer suicidarse por una causa. Si la vida no les proporciona razones, tal vez la muerte lo haga.
Un tiempo antes de viajar a esas tierras leí las impresiones de Mario Vargas Llosa sobre la situación y el conflicto entre Israel y Palestina. Estando allá recordaba sus relatos, fieles a la realidad, y una vez fuera entendí por qué se puede llegar de ese lugar con la imperiosa necesidad de escribir y de que alguien sepa lo que se ha visto. Entre más gente sea, mejor. Es por eso que escribo. Porque siento que es un deber moral contar lo que pasa del lado oscuro de la historia. Se lo debo a quienes me recibieron con tanta generosidad, a quienes me trataron como un miembro más de su familia, y se lo debo también a todos aquellos que son revolucionarios de manera involuntaria, porque para quienes viven en Palestina, la vida cotidiana es un acto de resistencia pasiva contra la ocupación y la opresión israelíes. En Palestina ser, existir, respirar, estudiar, trabajar, son actos de rebeldía, de dignidad, de valentía. En Palestina no hay nada más frágil y efímero que la rutina. O tal vez sí, la misma vida.
I
Los nervios me carcomían en el trayecto de Amman al puente de Giser Alshekh Husen. El conductor del taxi que me llevaba compartía mis nervios. Era, como otros miles, palestino exiliado en Jordania y sabía que mi propósito era visitar a mis amigos en territorio palestino. Tanto él como muchas otras personas me advirtieron varias veces: “Diga que va de turismo sólo a Jerusalén. Incluso en el lado Jordano, no diga que estaba con amigos palestinos en Amman. Diga que estaba con amigos colombianos visitando Petra y lugares santos de Jordania. Ojo. No lleve a la vista nada que indique que va para Palestina.” Mientras él sorteba las curvas del descenso hacia el valle del río Jordán, yo, entre el mareo y la angustia, estudiaba la lección que debía decir en la frontera. Leía hojas y hojas impresas de internet con información sobre Jerusalén, hostales, lugares para visitar, sitios de interés. Llegué a la frontera Jordana. Me preguntaron qué hacía en Amman y con quién: estaba de paseo con una amiga colombiana, respondí. Recé para que no me preguntaran más. Si algo no soy es actriz, y eso de improvisar historias no es para mí. Por momentos el pánico amenazaba con delatarme, pero traté de apersonarme de mi historia y parecer lo más turista posible. Me subí al bus que cruza el río Jordán. Del otro lado me recibió una gran bandera con la estrella de David y un aviso de “Welcome to Israel”. Tenía una gran rabia reprimida y me preguntaba continuamente: ¿Por qué no puedo visitar a mis amigos en su casa en Palestina? ¿Por qué no puedo cruzar con ellos por el puente de Allenby? ¿Por qué hay un puente para palestinos y otro para el resto del mundo? ¿Por qué tengo que mentir para conocer su ciudad, su tierra, su vida? Tener amigos palestinos, ir a Palestina, eran en resumidas cuentas una especie de crimen. Y para perpetrar ese crimen tenía que sostener la parodia de ser turista camino a Jerusalén.
Palestina, lo que hoy está ocupado por Israel, es Tierra Santa y tierra convulsionada; un lugar mágico, prolífico en profetas, donde se concentran los lugares santos de Judaismo y Cristianismo, y la tercera ciudad más importante del Islam. Palestina era una región habitada en un casi noventa por ciento por árbes llamada Siria - Palestina, que estuvo ocupada por el imperio turco otomano hasta finales de la Primera Guerra Mundial. Los vencedores expulsaron a los otomanos y esos territorios quedaron bajo el mandato de Gran Bretaña, que instaló allá bases militares, prometiendo no obstante a los árabes que se les respetaría el derecho a autogobernarse. En 1917 un movimiento llamado sionismo, conformado por judíos que querían tener un estado propio, solicitó a Inglaterra se les permitiera instalarse en Palestina. No imaginó nunca Balfour, ministro de relaciones exteriores de Inglaterra en ese tiempo, que su declaración aceptando que los sionistas se establecieran en Palestina fuera a ser el inicio de uno de los más largos, sangrientos y complicados conflictos de la historia moderna. La región de Siria fue dividida por las potencias vencedoras de la Primera Guerra tan artificialmente como el Africa, en Palestina, Siria y Jordania. En Jordania se creó un reino artificial, en Siria, un país que hasta hoy sigue siendo uno de los más acérrimos enemigos de Israel, y en Palestina un caos que no parece tener solución alguna.
Desde que los judíos empezaron a llegar después de 1917 comenzaron los enfrentamientos, las disputas, las guerras. Los árabes llevaban más de setecientos años ocupando ese territorio y no entendían por qué debían cedérselo a los judíos. Pero las cosas empeoraron al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Las infamias cometidas por los alemanes se dieron a conocer al mundo. Embarcaciones repletas de judíos sobrevivientes del holocausto nazi esperaban para desembarcar en las costas de los países Aliados, principalmente Estados Unidos. Mientras tanto, Palestina era una batalla campal que se le había salido a Inglaterra de las manos. El asunto del Medio Oriente se sometió a decisión de las Naciones Unidas. En 1948 la Asamblea decidió reconocer la existencia del Estado de Israel junto al de Palestina, y se definió la partición del territorio. Acto seguido, los barcos que aguardaban en las costas norteamericanas y europeas fueron desviados hacia ese punto del Mediterráneo.
Cualquiera que tenga tres dedos de frente y algo de corazón es capaz de entender y aceptar que a los judíos errantes se les hubiera reconocido un territorio, aunque fuera uno que habían abandonado casi ochocientos años antes, y se les hubiera dado la posibilidad de tener un estado donde no fueran encerrados en ghettos, rechazados ni exterminados. El problema es que ellos no se contentaron con lo que se les reconoció. Siguieron expandiendo sus dominios de manera ilegal, expulsando a los árabes que por centenares de años habían vivido en esas tierras, hasta que en 1967, después de una gran guerra contra los países árabes, Israel ocupó totalmente a Palestina.
Lo que se llama ahora Palestina es la suma de Gaza y Cisjordania. En estos dos sectores habita la mayoría de palestinos que no han podido ser desalojados por Israel. Los palestinos son gente excepcional, personas amables y de buen corazón, a quienes se les ha negado el derecho a autogobernarse, a tener su territorio, su país, su descendencia en el lugar de sus ancestros. Desde que me bajé del bus en el que crucé el río en el que fue bautizado Jesús y entré en territorio israelí sentí que era observada con mirada inquisidora. Se estudiaban todos mis movimientos. Muchachos de no más de veinticinco años caminaban amenazadoramente por la estación del puente de Giser Alshekh Husen, revisando de pies a cabeza a todos los que cruzamos la frontera, buscando encontrar aquello que delatara nuestro crimen: pretender visitar Palestina; descubrir lo que allí sucede.
Antes de pasar mi equipaje por el scanner, tuve que repetir mi nombre tres veces a dos personas distintas y responder a la pregunta de si llevaba armas o explosivos. En la inmigración, la niña que me atendió (atendió es mucho decir) me escrutó de arriba a abajo y, con aire desconfiado, me preguntó por qué iba sola a Israel. Yo dije mi libreto al pie de la letra: estoy viajando antes de volver a mi país, estaba en Europa y pensé que era una buena oportunidad de conocer Tierra Santa antes de regresar a Colombia. Luego quiso saber si había visitado Siria, Líbano, Irán o Afganistán antes de pisar territorio israelí. Contesté la verdad: no. ¿Qué iba a hacer en Israel? conocer Jerusalén. ¿Sólo Jerusalén? Sí, sólo Jerusalén. ¿Planeaba visitar Gaza, Ramallah, Nablus...? No, ¡por supuesto que no! No es el mejor momento para conocer la franja de Gaza, ¿o sí? contesté con sonrisa irónica. Gaza, aislado de Cisjordania, es el único acceso al mar que Israel ha dejado a los palestinos. Allí se están cometiendo las mismas atrocidadades que en el Líbano por parte del ejército Israelí, pero sin publicidad alguna por parte de los medios de comunicación, porque toda la atención está centrada en la guerra contra Hezbollah, que es, en realidad, una guerra contra la población civil libanesa. Su crimen: existir y habitar territorios de los que Israel, para variar, también quiere apoderarse.
Antes de ir a Palestina había leído, visto documentales y películas sobre la historia del conflicto y la situación actual del Medio Oriente. Pero nada de lo que uno pueda leer o ver sobre Israel y Palestina se parece a lo que uno experimenta cuando entra en esas tierras. Como un vulgar ladrón, Israel se protege con todo tipo de medidas de seguridad, con la paranoia propia de quien se sabe criminal. La actitud israelita es defensiva desde el primer momento. Todo turista es sospechoso de apoyar la causa palestina, o libanesa, o siria, o cualquier otra que sea anti-israelí. Después del trato que uno recibe pasando de Jordania a Israel, decidir continuar con los planes es pura terquedad y tosudez.
Tras largas indagaciones, la oficial israelí en adolescencia tardía selló mi pasaporte y me entregó un documento que sólo me daba permiso para estar en Jerusalén. Salí de ahí con cinco años menos de vida, esperando encontrar a Abu Jamil, amigo de mis amigos, que me estaba esperando en la frontera para llevarme a donde debía encontrarme con ellos. Abu Jamil es palestino, pero tiene placas israelitas y, en consecuencia, puede transitar libremente tanto por Israel como por Cisjordania. Sin embargo, no lo vi fuera de la estación. Pedí ayuda. Nadie me la dio. Pregunté dónde podía encontrar un teléfono para llamarlo, me respondieron que no había. Esperé... Cuando estaba a punto de desmayarme por una combinación de angustia reprimida y calor, una de estas personas de gris con walkie-talkie me dijo a dónde debía dirigirme si me estaban esperando. Me apresuré a la salida. Un hombre de cara amable y barba blanca se acercó a mí con su hija y dijo con gran seguridad mi nombre, entre otras muy difícil de pronunciar para los árabes. Fue en ese momento cuando tuve el sentimiento de triunfo de haber burlado a los israelitas. Iba “non stop” para Cisjordania, primero a Jericó y después a Ramallah. Ver a Abu Jamil fue como ver la luz al final del túnel, o en este caso, puente. Estaba con alguien que me transmitía paz, alguien en quien podía confiar y que sabía cómo era la movida con el ejército israelí.
Emprendimos el camino hacia Jericó. El paraje es muy desértico y el calor es sofocante. A lo largo de todo el trayecto se veían esporádicamente zonas con grandes cultivos de palmas de dátiles y otros sembrados que no supe identificar. Esos puntos verdes en medio de tanta sequedad son asentamientos israelitas. Palestina, lo que después de tantas guerras, revoluciones, resoluciones, tratados, violaciones al derecho internacional y a los derechos humanos, ha dado en denominarse Israel, tiene muchos nacimientos de agua. Allí donde el estado israelí descubre agua, desplaza a quienes la usufructúan para pasar a apoderarse de esas tierras. Construye un asentamiento que puede ser civil, industrial o militar, extiende grandes sembrados, provee a esos poblados artificales de una seguridad militar exagerada, y así mismo distribuye el agua entre los judíos de asentamientos aledaños. Así, mientras éstos cuentan con agua corriente veinticuatro horas al día, los poblados árabes cercanos, originales dueños del agua y las tierras, son provistos con tan sólo dos o tres horas de agua al día. De este modo, los asentamientos israelitas, que se extienden por todas partes como una reproducción en masa de células cancerígenas, se ven cuidados, verdes y organizados, mientras los pueblitos árabes se ven secos y olvidados. Eso sí, Israel cobra impuestos a todos por igual, sin diferenciar quiénes son los beneficiarios de los servicios públicos de agua, recolección de basuras, adecuación de infraestructura, etc.
En el camino iba jugando con el viento hirviente que entraba por la ventana. Movía disimuladamente mi mano como cuando era pequeña en la dirección que el viento la llevara. Abu Jamil había comprado frutas frescas para mí: comí uvas verdes y unas peras muy dulces que me supieron mejor que nunca. Nos detuvimos un momento a comprar agua fría. A Abu Jamil y su hija los retuvo un poco un cachorrito que se veía muerto de hambre, al que intentaron dar pan sin ningún éxito. Seguimos nuestro camino. Existen alrededor de diez millones de palestinos en el mundo, de los cuales siete más o menos viven como refugiados en distintos países, sobre todo aquellos que limitan con Israel: Líbano, Jordania, Siria y Egipto, principalmente. De todas las nacionalidades del mundo, la palestina es la única que se adquiere incluso teniendo el status de refugiado. La comunidad internacional ha aceptado que eso sea así para que no se extinga la población palestina. De lo contrario, ya no quedarían casi palestinos en el mundo y se habría cumplido de esa manera con el principal propósito de Israel. No obstante, nadie ha podido lograr que los hijos de palestinos o palestinas con extranjeros o extranjeras tengan derecho a la nacionalidad palestina. Israel obliga que el niño tenga la nacionalidad del padre extranjero, así nazca en Gaza o Cisjordania. No entiende uno que una raza que quiso ser exterminada por los nazis repita los actos de barbarie genocida a los que ella misma fue sometida, con tal de llevar a cabo los ideales sionistas. Sharon y ahora Olmert son sin duda criminales de guerra de la talla de Hitler, Himmler, Goering, Eichman, o cualquiera de esos asesinos en cuya alma espantaban. Oigase bien: no generalizo. No hablo aquí de todos los judíos. Tengo grandes amigos judíos que condenan tanto como yo lo que hace el estado de Israel diariamente contra los palestinos, y lo que planean maquiavélicamente con lujo de detalles los judíos sionistas. A ellos, a los justos, dedicó con toda razón Vargas Llosa su libro sobre esta región. A ellos se les debe todo respeto y consideración, porque son sensatos y tienen corazón.
Los sionistas creen en el gran Israel. Lo dicen sus protocolos y hasta lo han acuñado en su moneda de diez centavos de sheqel: el mapa del gran Israel, del que foman parte Palestina, parte del Líbano, casi todo Jordania, parte de Irak y parte de Siria. Creen que una vez sean los amos y señores de buena parte de los países árabes y que hayan reconstruido el templo de Salomón allí donde ahora se encuentra el muro de las lamentaciones el mesías vendrá a salvarlos. Los judíos sionistas se creen la raza superior, la raza elegida por Dios, y en nombre de ese ideal matan indiscriminadamente, tanto como los nazis, sólo que de manera más solapada y con la ayuda del gobierno de Estados Unidos de Norteamérica. Tal vez por eso no han sido tildados de terroristas y extremistas.
Con las manos pegachentas por la pera y abrumada por la situación, me encontré de repente en Cisjordania, o lo que en inglés se llama West Bank (lado oeste del río Jordán). Al poco tiempo se vieron al lado de la carretera unos cerros de desechos con camiones y bulldozers trabajando. Abu Jamil me explicó que ese era el botadero de basura de los Israelitas. Ellos no ensucian sus territorios. Ellos botan sus desperdicios ahí donde habitan los palestinos. Pasado esto, el paisaje continuaba con la misma sucesión de poblados árabes, caseríos de beduinos y verdes e ilegales asentamientos judíos. Al rato se vio de lejos Jericó. El cuadro dolía. La ciudad, donde se encuentran las ruinas de asentamiento humano más antiguas del mundo (8.500 a.C.) y donde Jesús pasó cuarenta días y cuarenta noches ayunando, está rodeada de un desierto coronado por unas torres de vigilancia de cárcel, iguales a las que se ven en el muro de apartheid que Israel está construyendo, ubicadas delante de una zanja profunda de kilómetros y kilómetros, una muralla de aire y silencio que los israelitas cavaron para impedir a los habitantes salir y para controlar igualmente la entrada. Oveja o palestino, sea quien sea quien caiga al hueco, muere. Al llegar tuvimos que parar en el checkpoint que el ejército israelí ha establecido allí de manera permanente. Mostré mi pasaporte, no sin antes esconder el documento donde se me autorizaba a visitar solamente Jerusalén. Nos dejaron pasar. Un poco después del retén se asomaron las ruinas de lo que hasta hace pocos meses era el cuartel de la Autoridad Palestina en Jericó, convertido en un montón de escombros por tanques israelíes. El pretexto: sacar a unos enemigos de Israel que estaban bajo custodia del gobierno palestino, con la vigilancia de observadores internacionales norteamericanos e ingleses que, el día de la incursión israelí, abandonaron el lugar media hora antes de la llegada de los tanques. Cualquier semblanza de complicidad es pura coincidencia... Veía a lo lejos, colgando del monte, el Monasterio de las Tentaciones construido donde Jesús fue tentado por el demonio tres veces. Fue Santa Helena, la madre de Constantino, quien en un viaje a esos confines del imperio romano en el siglo IV d.C. definió dónde habían ocurrido los hechos santos. Abu Jamil me dejó en el hotel donde había quedado de encontrarme con mis amigos. Tenía el alma encogida. Llevaba menos de tres horas en Palestina y ya me sentía asfixiada por Israel.
II
Me senté bajo el aire acondicionado. El calor era realmente sofocante. Jericó está más de doscientos metros por debajo del nivel del mar. Está, incluso, a un nivel más bajo que el Mar Muerto. Dicen que es un milagro que el Mar Muerto no inunde el valle de Jericó. Hacía dos o tres días había ocurrido la segunda masacre de Kana, un pueblo del Líbano donde ya antes Israel había masacrado decenas de personas a principios de los años ochenta. Acababa de repetirse la historia. Con el pretexto de eliminar células de Hezbollah habían sido masacradas decenas de mujeres, hombres y niños ante la mirada impasible de la comunidad internacional. Llegaron a recogerme. Volvimos a pasar por el checkpoint. En hebreo, nos pidieron que abriéramos las ventanas. No entendimos. Repitieron la orden en árabe, las bajamos y con aire dudoso nos dejaron pasar. Comenzamos el ascenso hacia Ramallah. Una densa cerca de grueso alambrado con alambre de púas enrollado en la parte superior serpenteaba a nuestro lado a lo largo de la carretera. Me dijeron que era el muro “de seguridad” que Israel estaba construyendo para aislar a palestinos de palestinos, y también a israelitas de palestinos. Más adelante apareció la muralla de concreto, ese concreto frío y desolador que ha separado familias, padres de hijos, hermanos, abuelos de nietos, niños de sus escuelas, hombres y mujeres de su trabajo. Ese concreto que se ha levantado bajo la condena del derecho internacional, violando todas las normas y tratados existentes, pero sin ningún impedimento. Es el muro que les recuerda permanentemente a los palestinos que son ciudadanos de segunda clase (o décima) en su propia tierra, que carecen de derecho a la libertad de expresión , a la libertad de movimiento, a la libertad en general. El muro que les advierte que, si insisten en quedarse en su territorio, habrá alguien cuyo propósito en la vida es hacerlos infelices, obligarlos a vivir prisioneros entre muros y entre los escombros que Israel deja tras el paso de sus tanques.
A la entrada de Ramallah está a mano izquierda el checkpoint de Qalandia, que ha aislado a Ramallah de Jerusalén, incluso del este de Jerusalén que, según los tratados de paz, es de dominio palestino. Este retén, al igual que el muro, ha recibido toda clase de condenas internacionales. Pero ¿quién ha hecho algo al respecto? La fila de taxis y buses esperando para cruzar es interminable. También se ve gente cruzando a pie, gente que es por lo demás privilegiada, porque sólo los palestinos con documento de identidad de Jerusalén pueden entrar y salir de la ciudad santa. A todos los demás les está vedada la entrada por parte de Israel. Según la creencia musulmana, una oración en la mezquita del Domo de la Roca, ese templo que corona a Jerusalén con su imponente cúpula dorada, vale por 365 oraciones en cualquier otra mezquita. Esta mezquita fue construida donde se afirma que Mahoma ascendió al cielo en un caballo blanco. Una vez más, el derecho a orar en este lugar sagrado para los seguidores del Islam se ha negado a los palestinos musulmanes.
Ramallah es una ciudad alegre, un pueblo que ha crecido por la afluencia de palestinos de otras partes que han llegado a instalarse allí, algunos como refugiados, otros con mejor situación económica simplemente huyendo de la presión de Israel. El centro tiene una actividad impresionante. Restaurantes, negocios, vendedores ambulantes, gente tomando café, comiendo helado, comprando cosas, en fin... El helado de pistacho de Rukab es especialmente recomendable. Como buena ciudad árabe, Ramallah tampoco duerme. Un portugués me dijo una vez: “¡los palestinos son peresozos! ¡Por eso están como están!”. Después de haber estado allá comprobé que no sólo es mentira, sino que es todo lo contrario. La gente trabaja de sol a sol. Cierto, se toman su tiempo para el café y el narguile, pero también son arduos trabajadores. Si no lo fueran sencillamente no vivirían. Tienen que partirse la espalda para lograr ingresos que les den para pagar impuestos al estado de Israel (mismos impuestos que pagan los israelitas que tienen el triple o cuádruple de capacidad adquisitiva), comprar los productos al mismo precio que los judíos y con la misma moneda, el sheqel, mantener a su familia, y proveerse de todo aquello que su inexistente estado no puede proporcionarles, como servicios de salud y lo que la seguridad social en general provee. No obstante, el trabajo no les impide ser amables, alegres y hospitalarios. En árabe se saluda con el saludo de la paz “salamu alikum”, que quiere decir “la paz sea con ustedes”. En las tiendas se hacen descuentos sin dificultad, se vende fiado, y en algunas se deja el dinero en un cenicero que se pone a la salida si el dueño no está por ahí. En un restaurante mis amigos se quejaron por el servicio. El dueño nos pidió el favor de no pagar la cuenta y, en cambio, volver para y darles el chance de servirnos mejor la próxima vez. Se oye música por las calles, se ven mujeres cubiertas comprando productos de belleza, comentando sobre los últimos zapatos de moda, y contando chismes sobre farándula y sobre el hijo de la vecina.
Pero tal vez lo que más me impactó de Ramallah, y en general todas las ciudades y pueblos palestinos que conocí, fueron los niños jugando en las calles. En Palestina la gente ríe. A pesar de todo, la gente ríe. En Belén una mujer me mostraba sonriendo las llaves de las casas antiguas, esas que los palestinos tuvieron que abandonar en la guerra del 67. Se llevaron las llaves colgando del cuello creyendo que volverían a sus casas después de máximo ocho días. Sobra aclarar que nunca pudieron regresar... Hoy en día, las llaves son un signo distintivo de los palestinos que viven en campos de refugiados. Belén, al igual que todos los lugares santos, queda en Cisjordania. Para ir tuvimos que tomar transporte público, porque a los autos de mi amigos con placas palestinas no les está permitido el paso. Quería conocer la Iglesia de la Natividad, austera e imponente, construida en el lugar en que, según Santa Helena, se encontraba el pesebre donde nació Jesucristo. Las palabras no alcanzan para expresar la emoción y el recogimiento que el lugar inspira. Es, verdaderamente, Tierra Santa.
No se me olvidará una imagen que vi cerca del check point de Qalandia: unos niños de un campo de refugiados que queda al lado del retén corriendo y jugando encima de los escombros dejados por los israelíes, como si jugaran en un parque con columpios y arenera. Estaban muertos de la risa, pasando felices a pesar de todo. Muy a pesar de todo. Yo había quedado de encontrarme allí con alguien que me llevaría a mostrarme Jerusalén, una niña de diecinueve años, palestina, que tenía que cruzar por ahí todos los días porque vive en Jerusalén, en Bet Hanina, y estudia en la universidad de Bir Zeit, a las afueras de Ramallah. Ella sí sabe lo que es llegar tarde a clase, y siempre tendrá una buena excusa para hacerlo... Cruzamos el checkpoint a pie. La travesía no se tardó más de ocho minutos. Sin embargo, me impresionaron la cantidad de puertas de hierro que hay que atravesar. Son por lo menos cinco rejas de un grosor exagerado con portones enrejados en cruz de esos que se empujan circularmente, de modo que se pasa de uno en uno. Pasamos el primero, el segundo. A mano derecha había unos guardias israelíes observándonos fijamente, pasamos las carteras por un scanner, pasamos el tecero, el cuarto y, finalmente, el quinto. Era como pasar por los anillos del infierno. Pero estabámos al otro lado, ese lado del que los palestinos sin identificación de Jerusalén no pueden estar, por más que quieran, por más que pidan permiso. Generalmente les será negado.
Como dije antes, la parte este de Jerusalén es, según el tratado de Oslo de 1993, palestina, y debería estar bajo control de la Autoridad Palestina. A Israel le corresponde legalmente la parte oeste. Sin embargo, desde la intifada (la revolución palestina contra Israel) que comenzó nuevamente en el 2000, todo Jerusalén quedó bajo control israelí. ¿Qué ha hecho desde entonces el estado de Israel? Construir asentamientos gigantescos en Jerusalén este, para apoderarse de toda la ciudad, alegando que la mayoría de la población es judía. Ojo, no se crea que estos asentamientos están totalmente habitados. Como la mayoría de los lugares de ocupación ilegal que hay en Cisjordania, están practicamente desocupados, pero eso sí, custodiados hasta más no poder y con sus pocos habitantes armados hasta los dientes. Es, lo repito, la paranoia propia de quien se sabe criminal. Eso hay que abonárselos. Roban la tierra, pero saben bien cómo hacerlo. Escogen su montaña (casi siempre se instalan en sitios altos porque esto les significa mayor control sobre la zona y mayor seguridad). Ponen unas casitas prefabricadas que parecen carro-casas de gitanos, las rodean de fuertes alambrados, escriben una placa en hebreo que es, seguramente, una oración o una oda al estado de Israel, e izan una gran bandera que ondea sin escrúpulos ni verguenza alguna. Luego, cuando ya llevan el tiempo suficiente ocupando el terreno para reclamar la prescripción, la declaran y construyen esos asentamientos artificiales de casas uniformes, que protegen con decenas de soldados y tanques. ¡Ay del palestino que proteste o diga que la tierra es suya! Seguramente a partir de ese momento su hijo, o él mismo, será un terrorista, vendrán a capturarlo con obuses y tanques, disparando a diestra y siniestra, como lo vi personalmente en Ramallah el día que fui a Jerusalén, y destruirán su casa con un bulldózer, para que aprenda la lección: que Palestina no tiene derecho a réplica.
Lo que uno diga de la forma como Israel trata a los palestinos es poco. Hasta aquí no he contado ni el cinco por ciento de lo que vi en tres semanas de estadía. Ayer hablé con mi amigo Abu Bashar. Me dijo que entrar a Nablus fue una pesadilla porque Israel la tiene totalmente sitiada. Pero la entrada no fue nada comparada con la salida. Un trayecto que normalmente él hacía en veinticinco minutos le tomó cinco horas y media. Salió de Nablus a las 6 pm y llegó a Ramallah a las 11 y media pm debido a los innumerables checkpoints israelíes. Hablando de la situación, su padre me dijo un día con voz triste: “pensábamos que al menos con la construcción del muro nos iban a dejar tranquilos de este lado de la barrera, pero no fue así...” Era lo mínimo, pero no sólo no fue así, sino que Israel ha acrecentado con renovados bríos sus medidas para asfixiar a aquellos que se empeñan en vivir en Palestina. Cisjordania está bajo control israelí, y los soldados que se paran en los retenes, tanto los permanentes como los aleatorios, disfrutan humillando a quienes quieren circular por su territorio. Lo vi con mis propios ojos: dos soldados se burlaban de un hombre al que no quisieron dejar seguir su camino hacia Nablus para ver a su familia. Tuvo que bajarse del bus por orden de aquellos valientes y comer callado, porque así son las cosas en Palestina: no hay derecho a réplica.
Quien se haya preguntado cómo es posible que una persona se sacrifique a sí misma con tal de perpertar un atentado terrorista, que vaya a Palestina. Quien se sienta incapaz de entender qué lleva a una persona a cometer un acto tan irracional y contrario a toda lógica, que vaya a Palestina. Que los palestinos son extremistas, que no aceptan al estado de Israel, que son asesinos y locos... Algunos los son, es innegable, y siempre será inaceptable e injustificada la muerte de seres inocentes a manos del terrorismo, pero su extremismo y su locura no vienen de la nada. Quien así lo crea, no ha estado en Palestina. Quien haga un juicio apresurado de los kamikazees y los revolucionarios palestinos es ignorante de lo que ahí sucede. Y lo que es peor, nadie puede culparlo. Los medios de comunicación, divulgando información sesgada y manipulada, nos han hecho creer que atentados terroristas sólo se cometen contra los israelitas, que el estado de Israel no hace ningún mal, que son los palestinos los intolerantes, los que actúan de manera irracional sin fundamento alguno. Una vez más, quien así viva convencido, no conoce Palestina. Un simple vistazo a las condiciones en que Israel tiene a los palestinos explica cómo alguien puede llegar a enceguecerse de desesperación y desolación, hasta llegar al punto de querer suicidarse por una causa. Si la vida no les proporciona razones, tal vez la muerte lo haga.
Un tiempo antes de viajar a esas tierras leí las impresiones de Mario Vargas Llosa sobre la situación y el conflicto entre Israel y Palestina. Estando allá recordaba sus relatos, fieles a la realidad, y una vez fuera entendí por qué se puede llegar de ese lugar con la imperiosa necesidad de escribir y de que alguien sepa lo que se ha visto. Entre más gente sea, mejor. Es por eso que escribo. Porque siento que es un deber moral contar lo que pasa del lado oscuro de la historia. Se lo debo a quienes me recibieron con tanta generosidad, a quienes me trataron como un miembro más de su familia, y se lo debo también a todos aquellos que son revolucionarios de manera involuntaria, porque para quienes viven en Palestina, la vida cotidiana es un acto de resistencia pasiva contra la ocupación y la opresión israelíes. En Palestina ser, existir, respirar, estudiar, trabajar, son actos de rebeldía, de dignidad, de valentía. En Palestina no hay nada más frágil y efímero que la rutina. O tal vez sí, la misma vida.
I
Los nervios me carcomían en el trayecto de Amman al puente de Giser Alshekh Husen. El conductor del taxi que me llevaba compartía mis nervios. Era, como otros miles, palestino exiliado en Jordania y sabía que mi propósito era visitar a mis amigos en territorio palestino. Tanto él como muchas otras personas me advirtieron varias veces: “Diga que va de turismo sólo a Jerusalén. Incluso en el lado Jordano, no diga que estaba con amigos palestinos en Amman. Diga que estaba con amigos colombianos visitando Petra y lugares santos de Jordania. Ojo. No lleve a la vista nada que indique que va para Palestina.” Mientras él sorteba las curvas del descenso hacia el valle del río Jordán, yo, entre el mareo y la angustia, estudiaba la lección que debía decir en la frontera. Leía hojas y hojas impresas de internet con información sobre Jerusalén, hostales, lugares para visitar, sitios de interés. Llegué a la frontera Jordana. Me preguntaron qué hacía en Amman y con quién: estaba de paseo con una amiga colombiana, respondí. Recé para que no me preguntaran más. Si algo no soy es actriz, y eso de improvisar historias no es para mí. Por momentos el pánico amenazaba con delatarme, pero traté de apersonarme de mi historia y parecer lo más turista posible. Me subí al bus que cruza el río Jordán. Del otro lado me recibió una gran bandera con la estrella de David y un aviso de “Welcome to Israel”. Tenía una gran rabia reprimida y me preguntaba continuamente: ¿Por qué no puedo visitar a mis amigos en su casa en Palestina? ¿Por qué no puedo cruzar con ellos por el puente de Allenby? ¿Por qué hay un puente para palestinos y otro para el resto del mundo? ¿Por qué tengo que mentir para conocer su ciudad, su tierra, su vida? Tener amigos palestinos, ir a Palestina, eran en resumidas cuentas una especie de crimen. Y para perpetrar ese crimen tenía que sostener la parodia de ser turista camino a Jerusalén.
Palestina, lo que hoy está ocupado por Israel, es Tierra Santa y tierra convulsionada; un lugar mágico, prolífico en profetas, donde se concentran los lugares santos de Judaismo y Cristianismo, y la tercera ciudad más importante del Islam. Palestina era una región habitada en un casi noventa por ciento por árbes llamada Siria - Palestina, que estuvo ocupada por el imperio turco otomano hasta finales de la Primera Guerra Mundial. Los vencedores expulsaron a los otomanos y esos territorios quedaron bajo el mandato de Gran Bretaña, que instaló allá bases militares, prometiendo no obstante a los árabes que se les respetaría el derecho a autogobernarse. En 1917 un movimiento llamado sionismo, conformado por judíos que querían tener un estado propio, solicitó a Inglaterra se les permitiera instalarse en Palestina. No imaginó nunca Balfour, ministro de relaciones exteriores de Inglaterra en ese tiempo, que su declaración aceptando que los sionistas se establecieran en Palestina fuera a ser el inicio de uno de los más largos, sangrientos y complicados conflictos de la historia moderna. La región de Siria fue dividida por las potencias vencedoras de la Primera Guerra tan artificialmente como el Africa, en Palestina, Siria y Jordania. En Jordania se creó un reino artificial, en Siria, un país que hasta hoy sigue siendo uno de los más acérrimos enemigos de Israel, y en Palestina un caos que no parece tener solución alguna.
Desde que los judíos empezaron a llegar después de 1917 comenzaron los enfrentamientos, las disputas, las guerras. Los árabes llevaban más de setecientos años ocupando ese territorio y no entendían por qué debían cedérselo a los judíos. Pero las cosas empeoraron al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Las infamias cometidas por los alemanes se dieron a conocer al mundo. Embarcaciones repletas de judíos sobrevivientes del holocausto nazi esperaban para desembarcar en las costas de los países Aliados, principalmente Estados Unidos. Mientras tanto, Palestina era una batalla campal que se le había salido a Inglaterra de las manos. El asunto del Medio Oriente se sometió a decisión de las Naciones Unidas. En 1948 la Asamblea decidió reconocer la existencia del Estado de Israel junto al de Palestina, y se definió la partición del territorio. Acto seguido, los barcos que aguardaban en las costas norteamericanas y europeas fueron desviados hacia ese punto del Mediterráneo.
Cualquiera que tenga tres dedos de frente y algo de corazón es capaz de entender y aceptar que a los judíos errantes se les hubiera reconocido un territorio, aunque fuera uno que habían abandonado casi ochocientos años antes, y se les hubiera dado la posibilidad de tener un estado donde no fueran encerrados en ghettos, rechazados ni exterminados. El problema es que ellos no se contentaron con lo que se les reconoció. Siguieron expandiendo sus dominios de manera ilegal, expulsando a los árabes que por centenares de años habían vivido en esas tierras, hasta que en 1967, después de una gran guerra contra los países árabes, Israel ocupó totalmente a Palestina.
Lo que se llama ahora Palestina es la suma de Gaza y Cisjordania. En estos dos sectores habita la mayoría de palestinos que no han podido ser desalojados por Israel. Los palestinos son gente excepcional, personas amables y de buen corazón, a quienes se les ha negado el derecho a autogobernarse, a tener su territorio, su país, su descendencia en el lugar de sus ancestros. Desde que me bajé del bus en el que crucé el río en el que fue bautizado Jesús y entré en territorio israelí sentí que era observada con mirada inquisidora. Se estudiaban todos mis movimientos. Muchachos de no más de veinticinco años caminaban amenazadoramente por la estación del puente de Giser Alshekh Husen, revisando de pies a cabeza a todos los que cruzamos la frontera, buscando encontrar aquello que delatara nuestro crimen: pretender visitar Palestina; descubrir lo que allí sucede.
Antes de pasar mi equipaje por el scanner, tuve que repetir mi nombre tres veces a dos personas distintas y responder a la pregunta de si llevaba armas o explosivos. En la inmigración, la niña que me atendió (atendió es mucho decir) me escrutó de arriba a abajo y, con aire desconfiado, me preguntó por qué iba sola a Israel. Yo dije mi libreto al pie de la letra: estoy viajando antes de volver a mi país, estaba en Europa y pensé que era una buena oportunidad de conocer Tierra Santa antes de regresar a Colombia. Luego quiso saber si había visitado Siria, Líbano, Irán o Afganistán antes de pisar territorio israelí. Contesté la verdad: no. ¿Qué iba a hacer en Israel? conocer Jerusalén. ¿Sólo Jerusalén? Sí, sólo Jerusalén. ¿Planeaba visitar Gaza, Ramallah, Nablus...? No, ¡por supuesto que no! No es el mejor momento para conocer la franja de Gaza, ¿o sí? contesté con sonrisa irónica. Gaza, aislado de Cisjordania, es el único acceso al mar que Israel ha dejado a los palestinos. Allí se están cometiendo las mismas atrocidadades que en el Líbano por parte del ejército Israelí, pero sin publicidad alguna por parte de los medios de comunicación, porque toda la atención está centrada en la guerra contra Hezbollah, que es, en realidad, una guerra contra la población civil libanesa. Su crimen: existir y habitar territorios de los que Israel, para variar, también quiere apoderarse.
Antes de ir a Palestina había leído, visto documentales y películas sobre la historia del conflicto y la situación actual del Medio Oriente. Pero nada de lo que uno pueda leer o ver sobre Israel y Palestina se parece a lo que uno experimenta cuando entra en esas tierras. Como un vulgar ladrón, Israel se protege con todo tipo de medidas de seguridad, con la paranoia propia de quien se sabe criminal. La actitud israelita es defensiva desde el primer momento. Todo turista es sospechoso de apoyar la causa palestina, o libanesa, o siria, o cualquier otra que sea anti-israelí. Después del trato que uno recibe pasando de Jordania a Israel, decidir continuar con los planes es pura terquedad y tosudez.
Tras largas indagaciones, la oficial israelí en adolescencia tardía selló mi pasaporte y me entregó un documento que sólo me daba permiso para estar en Jerusalén. Salí de ahí con cinco años menos de vida, esperando encontrar a Abu Jamil, amigo de mis amigos, que me estaba esperando en la frontera para llevarme a donde debía encontrarme con ellos. Abu Jamil es palestino, pero tiene placas israelitas y, en consecuencia, puede transitar libremente tanto por Israel como por Cisjordania. Sin embargo, no lo vi fuera de la estación. Pedí ayuda. Nadie me la dio. Pregunté dónde podía encontrar un teléfono para llamarlo, me respondieron que no había. Esperé... Cuando estaba a punto de desmayarme por una combinación de angustia reprimida y calor, una de estas personas de gris con walkie-talkie me dijo a dónde debía dirigirme si me estaban esperando. Me apresuré a la salida. Un hombre de cara amable y barba blanca se acercó a mí con su hija y dijo con gran seguridad mi nombre, entre otras muy difícil de pronunciar para los árabes. Fue en ese momento cuando tuve el sentimiento de triunfo de haber burlado a los israelitas. Iba “non stop” para Cisjordania, primero a Jericó y después a Ramallah. Ver a Abu Jamil fue como ver la luz al final del túnel, o en este caso, puente. Estaba con alguien que me transmitía paz, alguien en quien podía confiar y que sabía cómo era la movida con el ejército israelí.
Emprendimos el camino hacia Jericó. El paraje es muy desértico y el calor es sofocante. A lo largo de todo el trayecto se veían esporádicamente zonas con grandes cultivos de palmas de dátiles y otros sembrados que no supe identificar. Esos puntos verdes en medio de tanta sequedad son asentamientos israelitas. Palestina, lo que después de tantas guerras, revoluciones, resoluciones, tratados, violaciones al derecho internacional y a los derechos humanos, ha dado en denominarse Israel, tiene muchos nacimientos de agua. Allí donde el estado israelí descubre agua, desplaza a quienes la usufructúan para pasar a apoderarse de esas tierras. Construye un asentamiento que puede ser civil, industrial o militar, extiende grandes sembrados, provee a esos poblados artificales de una seguridad militar exagerada, y así mismo distribuye el agua entre los judíos de asentamientos aledaños. Así, mientras éstos cuentan con agua corriente veinticuatro horas al día, los poblados árabes cercanos, originales dueños del agua y las tierras, son provistos con tan sólo dos o tres horas de agua al día. De este modo, los asentamientos israelitas, que se extienden por todas partes como una reproducción en masa de células cancerígenas, se ven cuidados, verdes y organizados, mientras los pueblitos árabes se ven secos y olvidados. Eso sí, Israel cobra impuestos a todos por igual, sin diferenciar quiénes son los beneficiarios de los servicios públicos de agua, recolección de basuras, adecuación de infraestructura, etc.
En el camino iba jugando con el viento hirviente que entraba por la ventana. Movía disimuladamente mi mano como cuando era pequeña en la dirección que el viento la llevara. Abu Jamil había comprado frutas frescas para mí: comí uvas verdes y unas peras muy dulces que me supieron mejor que nunca. Nos detuvimos un momento a comprar agua fría. A Abu Jamil y su hija los retuvo un poco un cachorrito que se veía muerto de hambre, al que intentaron dar pan sin ningún éxito. Seguimos nuestro camino. Existen alrededor de diez millones de palestinos en el mundo, de los cuales siete más o menos viven como refugiados en distintos países, sobre todo aquellos que limitan con Israel: Líbano, Jordania, Siria y Egipto, principalmente. De todas las nacionalidades del mundo, la palestina es la única que se adquiere incluso teniendo el status de refugiado. La comunidad internacional ha aceptado que eso sea así para que no se extinga la población palestina. De lo contrario, ya no quedarían casi palestinos en el mundo y se habría cumplido de esa manera con el principal propósito de Israel. No obstante, nadie ha podido lograr que los hijos de palestinos o palestinas con extranjeros o extranjeras tengan derecho a la nacionalidad palestina. Israel obliga que el niño tenga la nacionalidad del padre extranjero, así nazca en Gaza o Cisjordania. No entiende uno que una raza que quiso ser exterminada por los nazis repita los actos de barbarie genocida a los que ella misma fue sometida, con tal de llevar a cabo los ideales sionistas. Sharon y ahora Olmert son sin duda criminales de guerra de la talla de Hitler, Himmler, Goering, Eichman, o cualquiera de esos asesinos en cuya alma espantaban. Oigase bien: no generalizo. No hablo aquí de todos los judíos. Tengo grandes amigos judíos que condenan tanto como yo lo que hace el estado de Israel diariamente contra los palestinos, y lo que planean maquiavélicamente con lujo de detalles los judíos sionistas. A ellos, a los justos, dedicó con toda razón Vargas Llosa su libro sobre esta región. A ellos se les debe todo respeto y consideración, porque son sensatos y tienen corazón.
Los sionistas creen en el gran Israel. Lo dicen sus protocolos y hasta lo han acuñado en su moneda de diez centavos de sheqel: el mapa del gran Israel, del que foman parte Palestina, parte del Líbano, casi todo Jordania, parte de Irak y parte de Siria. Creen que una vez sean los amos y señores de buena parte de los países árabes y que hayan reconstruido el templo de Salomón allí donde ahora se encuentra el muro de las lamentaciones el mesías vendrá a salvarlos. Los judíos sionistas se creen la raza superior, la raza elegida por Dios, y en nombre de ese ideal matan indiscriminadamente, tanto como los nazis, sólo que de manera más solapada y con la ayuda del gobierno de Estados Unidos de Norteamérica. Tal vez por eso no han sido tildados de terroristas y extremistas.
Con las manos pegachentas por la pera y abrumada por la situación, me encontré de repente en Cisjordania, o lo que en inglés se llama West Bank (lado oeste del río Jordán). Al poco tiempo se vieron al lado de la carretera unos cerros de desechos con camiones y bulldozers trabajando. Abu Jamil me explicó que ese era el botadero de basura de los Israelitas. Ellos no ensucian sus territorios. Ellos botan sus desperdicios ahí donde habitan los palestinos. Pasado esto, el paisaje continuaba con la misma sucesión de poblados árabes, caseríos de beduinos y verdes e ilegales asentamientos judíos. Al rato se vio de lejos Jericó. El cuadro dolía. La ciudad, donde se encuentran las ruinas de asentamiento humano más antiguas del mundo (8.500 a.C.) y donde Jesús pasó cuarenta días y cuarenta noches ayunando, está rodeada de un desierto coronado por unas torres de vigilancia de cárcel, iguales a las que se ven en el muro de apartheid que Israel está construyendo, ubicadas delante de una zanja profunda de kilómetros y kilómetros, una muralla de aire y silencio que los israelitas cavaron para impedir a los habitantes salir y para controlar igualmente la entrada. Oveja o palestino, sea quien sea quien caiga al hueco, muere. Al llegar tuvimos que parar en el checkpoint que el ejército israelí ha establecido allí de manera permanente. Mostré mi pasaporte, no sin antes esconder el documento donde se me autorizaba a visitar solamente Jerusalén. Nos dejaron pasar. Un poco después del retén se asomaron las ruinas de lo que hasta hace pocos meses era el cuartel de la Autoridad Palestina en Jericó, convertido en un montón de escombros por tanques israelíes. El pretexto: sacar a unos enemigos de Israel que estaban bajo custodia del gobierno palestino, con la vigilancia de observadores internacionales norteamericanos e ingleses que, el día de la incursión israelí, abandonaron el lugar media hora antes de la llegada de los tanques. Cualquier semblanza de complicidad es pura coincidencia... Veía a lo lejos, colgando del monte, el Monasterio de las Tentaciones construido donde Jesús fue tentado por el demonio tres veces. Fue Santa Helena, la madre de Constantino, quien en un viaje a esos confines del imperio romano en el siglo IV d.C. definió dónde habían ocurrido los hechos santos. Abu Jamil me dejó en el hotel donde había quedado de encontrarme con mis amigos. Tenía el alma encogida. Llevaba menos de tres horas en Palestina y ya me sentía asfixiada por Israel.
II
Me senté bajo el aire acondicionado. El calor era realmente sofocante. Jericó está más de doscientos metros por debajo del nivel del mar. Está, incluso, a un nivel más bajo que el Mar Muerto. Dicen que es un milagro que el Mar Muerto no inunde el valle de Jericó. Hacía dos o tres días había ocurrido la segunda masacre de Kana, un pueblo del Líbano donde ya antes Israel había masacrado decenas de personas a principios de los años ochenta. Acababa de repetirse la historia. Con el pretexto de eliminar células de Hezbollah habían sido masacradas decenas de mujeres, hombres y niños ante la mirada impasible de la comunidad internacional. Llegaron a recogerme. Volvimos a pasar por el checkpoint. En hebreo, nos pidieron que abriéramos las ventanas. No entendimos. Repitieron la orden en árabe, las bajamos y con aire dudoso nos dejaron pasar. Comenzamos el ascenso hacia Ramallah. Una densa cerca de grueso alambrado con alambre de púas enrollado en la parte superior serpenteaba a nuestro lado a lo largo de la carretera. Me dijeron que era el muro “de seguridad” que Israel estaba construyendo para aislar a palestinos de palestinos, y también a israelitas de palestinos. Más adelante apareció la muralla de concreto, ese concreto frío y desolador que ha separado familias, padres de hijos, hermanos, abuelos de nietos, niños de sus escuelas, hombres y mujeres de su trabajo. Ese concreto que se ha levantado bajo la condena del derecho internacional, violando todas las normas y tratados existentes, pero sin ningún impedimento. Es el muro que les recuerda permanentemente a los palestinos que son ciudadanos de segunda clase (o décima) en su propia tierra, que carecen de derecho a la libertad de expresión , a la libertad de movimiento, a la libertad en general. El muro que les advierte que, si insisten en quedarse en su territorio, habrá alguien cuyo propósito en la vida es hacerlos infelices, obligarlos a vivir prisioneros entre muros y entre los escombros que Israel deja tras el paso de sus tanques.
A la entrada de Ramallah está a mano izquierda el checkpoint de Qalandia, que ha aislado a Ramallah de Jerusalén, incluso del este de Jerusalén que, según los tratados de paz, es de dominio palestino. Este retén, al igual que el muro, ha recibido toda clase de condenas internacionales. Pero ¿quién ha hecho algo al respecto? La fila de taxis y buses esperando para cruzar es interminable. También se ve gente cruzando a pie, gente que es por lo demás privilegiada, porque sólo los palestinos con documento de identidad de Jerusalén pueden entrar y salir de la ciudad santa. A todos los demás les está vedada la entrada por parte de Israel. Según la creencia musulmana, una oración en la mezquita del Domo de la Roca, ese templo que corona a Jerusalén con su imponente cúpula dorada, vale por 365 oraciones en cualquier otra mezquita. Esta mezquita fue construida donde se afirma que Mahoma ascendió al cielo en un caballo blanco. Una vez más, el derecho a orar en este lugar sagrado para los seguidores del Islam se ha negado a los palestinos musulmanes.
Ramallah es una ciudad alegre, un pueblo que ha crecido por la afluencia de palestinos de otras partes que han llegado a instalarse allí, algunos como refugiados, otros con mejor situación económica simplemente huyendo de la presión de Israel. El centro tiene una actividad impresionante. Restaurantes, negocios, vendedores ambulantes, gente tomando café, comiendo helado, comprando cosas, en fin... El helado de pistacho de Rukab es especialmente recomendable. Como buena ciudad árabe, Ramallah tampoco duerme. Un portugués me dijo una vez: “¡los palestinos son peresozos! ¡Por eso están como están!”. Después de haber estado allá comprobé que no sólo es mentira, sino que es todo lo contrario. La gente trabaja de sol a sol. Cierto, se toman su tiempo para el café y el narguile, pero también son arduos trabajadores. Si no lo fueran sencillamente no vivirían. Tienen que partirse la espalda para lograr ingresos que les den para pagar impuestos al estado de Israel (mismos impuestos que pagan los israelitas que tienen el triple o cuádruple de capacidad adquisitiva), comprar los productos al mismo precio que los judíos y con la misma moneda, el sheqel, mantener a su familia, y proveerse de todo aquello que su inexistente estado no puede proporcionarles, como servicios de salud y lo que la seguridad social en general provee. No obstante, el trabajo no les impide ser amables, alegres y hospitalarios. En árabe se saluda con el saludo de la paz “salamu alikum”, que quiere decir “la paz sea con ustedes”. En las tiendas se hacen descuentos sin dificultad, se vende fiado, y en algunas se deja el dinero en un cenicero que se pone a la salida si el dueño no está por ahí. En un restaurante mis amigos se quejaron por el servicio. El dueño nos pidió el favor de no pagar la cuenta y, en cambio, volver para y darles el chance de servirnos mejor la próxima vez. Se oye música por las calles, se ven mujeres cubiertas comprando productos de belleza, comentando sobre los últimos zapatos de moda, y contando chismes sobre farándula y sobre el hijo de la vecina.
Pero tal vez lo que más me impactó de Ramallah, y en general todas las ciudades y pueblos palestinos que conocí, fueron los niños jugando en las calles. En Palestina la gente ríe. A pesar de todo, la gente ríe. En Belén una mujer me mostraba sonriendo las llaves de las casas antiguas, esas que los palestinos tuvieron que abandonar en la guerra del 67. Se llevaron las llaves colgando del cuello creyendo que volverían a sus casas después de máximo ocho días. Sobra aclarar que nunca pudieron regresar... Hoy en día, las llaves son un signo distintivo de los palestinos que viven en campos de refugiados. Belén, al igual que todos los lugares santos, queda en Cisjordania. Para ir tuvimos que tomar transporte público, porque a los autos de mi amigos con placas palestinas no les está permitido el paso. Quería conocer la Iglesia de la Natividad, austera e imponente, construida en el lugar en que, según Santa Helena, se encontraba el pesebre donde nació Jesucristo. Las palabras no alcanzan para expresar la emoción y el recogimiento que el lugar inspira. Es, verdaderamente, Tierra Santa.
No se me olvidará una imagen que vi cerca del check point de Qalandia: unos niños de un campo de refugiados que queda al lado del retén corriendo y jugando encima de los escombros dejados por los israelíes, como si jugaran en un parque con columpios y arenera. Estaban muertos de la risa, pasando felices a pesar de todo. Muy a pesar de todo. Yo había quedado de encontrarme allí con alguien que me llevaría a mostrarme Jerusalén, una niña de diecinueve años, palestina, que tenía que cruzar por ahí todos los días porque vive en Jerusalén, en Bet Hanina, y estudia en la universidad de Bir Zeit, a las afueras de Ramallah. Ella sí sabe lo que es llegar tarde a clase, y siempre tendrá una buena excusa para hacerlo... Cruzamos el checkpoint a pie. La travesía no se tardó más de ocho minutos. Sin embargo, me impresionaron la cantidad de puertas de hierro que hay que atravesar. Son por lo menos cinco rejas de un grosor exagerado con portones enrejados en cruz de esos que se empujan circularmente, de modo que se pasa de uno en uno. Pasamos el primero, el segundo. A mano derecha había unos guardias israelíes observándonos fijamente, pasamos las carteras por un scanner, pasamos el tecero, el cuarto y, finalmente, el quinto. Era como pasar por los anillos del infierno. Pero estabámos al otro lado, ese lado del que los palestinos sin identificación de Jerusalén no pueden estar, por más que quieran, por más que pidan permiso. Generalmente les será negado.
Como dije antes, la parte este de Jerusalén es, según el tratado de Oslo de 1993, palestina, y debería estar bajo control de la Autoridad Palestina. A Israel le corresponde legalmente la parte oeste. Sin embargo, desde la intifada (la revolución palestina contra Israel) que comenzó nuevamente en el 2000, todo Jerusalén quedó bajo control israelí. ¿Qué ha hecho desde entonces el estado de Israel? Construir asentamientos gigantescos en Jerusalén este, para apoderarse de toda la ciudad, alegando que la mayoría de la población es judía. Ojo, no se crea que estos asentamientos están totalmente habitados. Como la mayoría de los lugares de ocupación ilegal que hay en Cisjordania, están practicamente desocupados, pero eso sí, custodiados hasta más no poder y con sus pocos habitantes armados hasta los dientes. Es, lo repito, la paranoia propia de quien se sabe criminal. Eso hay que abonárselos. Roban la tierra, pero saben bien cómo hacerlo. Escogen su montaña (casi siempre se instalan en sitios altos porque esto les significa mayor control sobre la zona y mayor seguridad). Ponen unas casitas prefabricadas que parecen carro-casas de gitanos, las rodean de fuertes alambrados, escriben una placa en hebreo que es, seguramente, una oración o una oda al estado de Israel, e izan una gran bandera que ondea sin escrúpulos ni verguenza alguna. Luego, cuando ya llevan el tiempo suficiente ocupando el terreno para reclamar la prescripción, la declaran y construyen esos asentamientos artificiales de casas uniformes, que protegen con decenas de soldados y tanques. ¡Ay del palestino que proteste o diga que la tierra es suya! Seguramente a partir de ese momento su hijo, o él mismo, será un terrorista, vendrán a capturarlo con obuses y tanques, disparando a diestra y siniestra, como lo vi personalmente en Ramallah el día que fui a Jerusalén, y destruirán su casa con un bulldózer, para que aprenda la lección: que Palestina no tiene derecho a réplica.
Lo que uno diga de la forma como Israel trata a los palestinos es poco. Hasta aquí no he contado ni el cinco por ciento de lo que vi en tres semanas de estadía. Ayer hablé con mi amigo Abu Bashar. Me dijo que entrar a Nablus fue una pesadilla porque Israel la tiene totalmente sitiada. Pero la entrada no fue nada comparada con la salida. Un trayecto que normalmente él hacía en veinticinco minutos le tomó cinco horas y media. Salió de Nablus a las 6 pm y llegó a Ramallah a las 11 y media pm debido a los innumerables checkpoints israelíes. Hablando de la situación, su padre me dijo un día con voz triste: “pensábamos que al menos con la construcción del muro nos iban a dejar tranquilos de este lado de la barrera, pero no fue así...” Era lo mínimo, pero no sólo no fue así, sino que Israel ha acrecentado con renovados bríos sus medidas para asfixiar a aquellos que se empeñan en vivir en Palestina. Cisjordania está bajo control israelí, y los soldados que se paran en los retenes, tanto los permanentes como los aleatorios, disfrutan humillando a quienes quieren circular por su territorio. Lo vi con mis propios ojos: dos soldados se burlaban de un hombre al que no quisieron dejar seguir su camino hacia Nablus para ver a su familia. Tuvo que bajarse del bus por orden de aquellos valientes y comer callado, porque así son las cosas en Palestina: no hay derecho a réplica.
5 comments
Con toda razon escribe la corresponsal supercontra para el medio oriente. Realmente se ve fea la cosa por alla, pero es peor, del lado libanes se imaginaran la historia en estos dias. Ojala hubiera corresponsales supercontra reportando desde nuestro conflicto, que seguramente es mucho peor que el del libano y palestina juntos.
Excelente crónica y de las que faltan. Cambia totalmente la percepción que los medios de comunicación (que no son precisamene imparciales) han creado sobre el conflcito de Medio Oriente.
Realmente, la situación de Palestina es una infamia que el mundo occidental no puede tolerar
Hola Vero,
Me encantó tu reportaje, sabes no conocía mucho de esa historia que a diario lo veo en tv o leo en los diarios, no es que no me importe pero siempre procuro no adentrar en el tema pues me da mucho dolor. Sin embargo, tu nota me llamó mucho la atención y me sentó la duda de que es la alteridad la que puede cambiar este tan loco mundo. Solo conociendo al otro podemos descubri un nuevo mundo. Pero somo tan tontos o ciegos...
Me gustaría estar en contacto con personas como tú, pues por algún lado habra que empezar para cambiar este mundo llamado tierra.
Me gustaría estar en contacto contigo mi mail es veronara9@hotmail.com
Hola Vero!
Ante todo decirte q me gustó mucho la crónica de tu viaje a Palestina. Yo me voy el próximo 23 de marzo a pasar 3 semanas, tengo un amigo ahí de muchos años Nablús y bueno aunque tiene pasaporte venezolano, su papa es Palestino y viven allí. Me gustaria mucho poder habalr contigo y que me aconsejaras como hacer para poder llegar hasta allí... yo hice la reserva en un hostal de Jerusalem para evitarme algunos problemas al llegar a Ben Gurion, pues me dijeron q de lo contrario no sellarian mi pasaporte.. En fin aqui t dejo mi direccion de e-mail, si puedes ayudarme con tu experiencia t estaré eternamente agradecida.
Un saludo
maria_bcn222@hotmail.com
Disculpa, me equivoque al escribir mi dirección :S. es maria_bcn22@hotmail.com
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